La ética de lo excepcional y de la retórica del heroísmo tienen como eficaz y
providencial correctivo, no ya la pereza de la costumbre y del conformismo al
cual siempre el hombre moderno se siente inclinado por reacción o por
cansancio, que es asimismo la ética de la posición del “yo” egoísta, aunque sea
en el nivel inferior del “tranquilo vivir” y del mediocre y biológico
“bienestar material, sino la preocupación del sentido de los límites de nuestra
naturaleza, que es tan rica en humanidad espontánea, aun si es humilde y
modesta. Trataremos de derrumbar estas
simplificaciones groseras; para apreciarlo, tomaremos también algunas
puntuaciones atinentes a nuestra temática.
Se trata de
reconquistar, diría, el gusto por las cosas humildes, de las pequeñas cosas en
su naturaleza, sin transformarlas retóricamente en grandes gestos; el sentido
de nuestras necesidades más elementales: el alimento, el sueño, de nuestros
vínculos sociales en su expresión más genuina, el trabajo cotidiano, la
familia, la amistad, la vecindad, con
fervor de participación y no por aceptación pasiva: el gusto de lo cotidiano,
de aquello que cada día nos hace falta, que viene a nuestro encuentro para
sostenernos, ayudarnos, que cada día es nuestro, siempre el mismo y siempre
nuevo, reconquistado con la sinceridad, la humildad, la poesía, diaria, con la
cual en la Oración se dice: “danos hoy nuestro pan cotidiano”. Es distinto lo
diario, lo que mecánicamente se repite todos los días, por costumbre, que se
hace de mala gana, como algo que nos es impuesto por la necesidad, por la
rutina.
El trabajo
(lo mismo que la convivencia en familia, etc.) se torna diario cuando cesa de
ser “cotidiano”, es decir, cuando ya no lo sentimos venir a nuestro encuentro
cada mañana para satisfacer una íntima aspiración nuestra, sino que nos pesa
como una necesidad, se repite por costumbre y sin participación. Nuestra
jornada es realmente sólo nuestra en aquellos momentos felices en que lo
“diario” es rescatado por lo “cotidiano”: entonces nos libramos de la retórica
de la costumbre y de la de lo excepcional, dos modos opuestos de vivir
parodiando a la vida.
Esa
recusación de lo que está hecho “por costumbre, lo que implica un rechazo a cierta
concepción de “un nuevo encuentro”, pues, en el momento mismo en que adquirimos
conciencia de esta nuestra humanidad profunda nos convencemos que nos sienta
bien, que si no comporta grandes gestos expresa –en compensación-, humilde y
recatadamente, grandes sentimientos, que nada tienen de espectacular, siendo
como son reacios a “descollar”. Hay una “virginalidad” del espíritu que posee
tanta “originalidad” y potencia creadora como para penetrar, sin gestos
heroicos, más allá de toda costumbre y de todo espesor y opacidad de
conformismos exteriores, hasta el punto de hallar, intacta e inmaculada, la
fuerza de ver cada vez las cosas como si fuese la primera.
Es el sentido
del amor, el sentido de lo cotidiano, vemos la “cotidianeidad” es el amor: es ver
siempre lo ya visto con nuevos ojos y enriquecerlo, enriqueciéndose, con nuevos
sentidos, insospechados, descubriéndolo en la plenitud de su ser y de su
verdad. Quedó en algún momento una marca, tan sólo cabe, a partir de allí,
seguirla ciegamente. El sentido nuevo de hoy forma síntesis con los precedentes
porque el acto espiritual no es serie y sucesión de momentos aislados y
mecánicamente sumados, sino que contiene todos los precedentes, distintos y sin
embargo unidos en el momento del hoy, del mismo modo que el mañana
contiene el hoy. No olvidemos que el más elemental de los sentimientos humanos,
así como la ínfima y la más simple de las cosas, contienen sentidos y
significaciones infinitos. No ya la repetición diaria, en la vida espiritual,
sino la presencia cotidiana: el hoy revela un sentido nuevo de aquello que
tantas veces ha sido visto y que mañana será nuevamente descubierto en una
significación que se nos había escapado. Lo infinito nos envuelve, una imagen
de lo infinito está en todas las cosas y en nosotros mismos; y en lo infinito
nos descubrimos y nos volvemos a descubrir, siempre: es la faena jocosa del ojo
del amor.
Sólo el sentido de lo cotidiano está
basado en la conquista del ser y de la verdad de nosotros y de las cosas. El
instante espiritual es único cada vez. Es un instante que dura.
Ya no es un instante que pasa, es un
“instante” que dura.
Se trata no ya de “evadirse” del hombre,
de los límites de lo humano; las dos opuestas retóricas de la costumbre y de lo
excepcional son dos formas de evasión, una “por encima” y la otra “por debajo” del
hombre y, por lo tanto, la una y la otra son pérdida de la regla y del orden
humano. El deber del hombre, de todo hombre, es excepcional, mas no lo es la
medida con que puede realizarlo, en razón de que cada medida es humana y
limitada respecto de la tarea que ha de realizarse. La única manera de amar
realmente al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos. Más, precisamente
por esto, con tal de que el fin último permanezca actuación del orden integral
humano, también las cosas más humildes pueden ser expresiones de sublime
bondad. Justamente a través de la “cotidianidad” una corriente nueva de vida
espiritual penetra las razones más profundas del ser nuestro y del ajeno, rompe
la costra de la rutina, de lo excepcional, y ata nuevamente el hilo de la vida
a su esencialidad, lleva de nuevo el espíritu a su surgente, y transforma la
caricatura del hombre “héroe”, al igual que el ritmo mecánico de los días
repetidos, en un canto y una música “cotidiana”, siempre nuevos y renovados.
No se trata de salir de nosotros mismos,
de evadir del hombre, de sus miserias de sus necesidades diarias, sino
solamente de saber permanecer y vivir en él. Éste es el verdadero heroísmo.
La moral es normativa -como lo es toda
otra forma de actividad espiritual- y, por lo tanto, reconoce como heroico
solamente al heroísmo de quien sabe vivir permaneciendo en la norma, es decir,
de quien sabe ser hombre de acuerdo con toda la humanidad que le compete: nada
más, nada menos.
Héroe moral es aquel cuya moralidad,
cuya vida adecua toda la moral la norma. El hombre contemporáneo ha perdido
casi por completo el sentido de este orden moral: o se pone “por debajo” de lo
humano sub-humano e infra-humano, quiere trascender a costa de denigrarse por completo o por
encima súper-humano y, por consiguiente, ya no posee el sentido “humanista” de
la vida.
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