sábado, 6 de mayo de 2017

La ética y el heroísmo


La ética de lo excepcional y de la retórica del heroísmo tienen como eficaz y providencial correctivo, no ya la pereza de la costumbre y del conformismo al cual siempre el hombre moderno se siente inclinado por reacción o por cansancio, que es asimismo la ética de la posición del “yo” egoísta, aunque sea en el nivel inferior del “tranquilo vivir” y del mediocre y biológico “bienestar material, sino la preocupación del sentido de los límites de nuestra naturaleza, que es tan rica en humanidad espontánea, aun si es humilde y modesta.  Trataremos de derrumbar estas simplificaciones groseras; para apreciarlo, tomaremos también algunas puntuaciones atinentes a nuestra temática.
Se trata de reconquistar, diría, el gusto por las cosas humildes, de las pequeñas cosas en su naturaleza, sin transformarlas retóricamente en grandes gestos; el sentido de nuestras necesidades más elementales: el alimento, el sueño, de nuestros vínculos sociales en su expresión más genuina, el trabajo cotidiano, la familia, la amistad, la vecindad,  con fervor de participación y no por aceptación pasiva: el gusto de lo cotidiano, de aquello que cada día nos hace falta, que viene a nuestro encuentro para sostenernos, ayudarnos, que cada día es nuestro, siempre el mismo y siempre nuevo, reconquistado con la sinceridad, la humildad, la poesía, diaria, con la cual en la Oración se dice: “danos hoy nuestro pan cotidiano”. Es distinto lo diario, lo que mecánicamente se repite todos los días, por costumbre, que se hace de mala gana, como algo que nos es impuesto por la necesidad, por la rutina.
El trabajo (lo mismo que la convivencia en familia, etc.) se torna diario cuando cesa de ser “cotidiano”, es decir, cuando ya no lo sentimos venir a nuestro encuentro cada mañana para satisfacer una íntima aspiración nuestra, sino que nos pesa como una necesidad, se repite por costumbre y sin participación. Nuestra jornada es realmente sólo nuestra en aquellos momentos felices en que lo “diario” es rescatado por lo “cotidiano”: entonces nos libramos de la retórica de la costumbre y de la de lo excepcional, dos modos opuestos de vivir parodiando a la vida.
Esa recusación de lo que está hecho “por costumbre, lo que implica un rechazo a cierta concepción de “un nuevo encuentro”, pues, en el momento mismo en que adquirimos conciencia de esta nuestra humanidad profunda nos convencemos que nos sienta bien, que si no comporta grandes gestos expresa –en compensación-, humilde y recatadamente, grandes sentimientos, que nada tienen de espectacular, siendo como son reacios a “descollar”. Hay una “virginalidad” del espíritu que posee tanta “originalidad” y potencia creadora como para penetrar, sin gestos heroicos, más allá de toda costumbre y de todo espesor y opacidad de conformismos exteriores, hasta el punto de hallar, intacta e inmaculada, la fuerza de ver cada vez las cosas como si fuese la primera.
Es el sentido del amor, el sentido de lo cotidiano, vemos la “cotidianeidad” es el amor: es ver siempre lo ya visto con nuevos ojos y enriquecerlo, enriqueciéndose, con nuevos sentidos, insospechados, descubriéndolo en la plenitud de su ser y de su verdad. Quedó en algún momento una marca, tan sólo cabe, a partir de allí, seguirla ciegamente. El sentido nuevo de hoy forma síntesis con los precedentes porque el acto espiritual no es serie y sucesión de momentos aislados y mecánicamente sumados, sino que contiene todos los precedentes, distintos y sin embargo unidos en el momento del hoy, del mismo modo que el mañana contiene el hoy. No olvidemos que el más elemental de los sentimientos humanos, así como la ínfima y la más simple de las cosas, contienen sentidos y significaciones infinitos. No ya la repetición diaria, en la vida espiritual, sino la presencia cotidiana: el hoy revela un sentido nuevo de aquello que tantas veces ha sido visto y que mañana será nuevamente descubierto en una significación que se nos había escapado. Lo infinito nos envuelve, una imagen de lo infinito está en todas las cosas y en nosotros mismos; y en lo infinito nos descubrimos y nos volvemos a descubrir, siempre: es la faena jocosa del ojo del amor.
Sólo el sentido de lo cotidiano está basado en la conquista del ser y de la verdad de nosotros y de las cosas. El instante espiritual es único cada vez. Es un instante que dura.
Ya no es un instante que pasa, es un “instante” que dura.
Se trata no ya de “evadirse” del hombre, de los límites de lo humano; las dos opuestas retóricas de la costumbre y de lo excepcional son dos formas de evasión, una “por encima” y la otra “por debajo” del hombre y, por lo tanto, la una y la otra son pérdida de la regla y del orden humano. El deber del hombre, de todo hombre, es excepcional, mas no lo es la medida con que puede realizarlo, en razón de que cada medida es humana y limitada respecto de la tarea que ha de realizarse. La única manera de amar realmente al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos. Más, precisamente por esto, con tal de que el fin último permanezca actuación del orden integral humano, también las cosas más humildes pueden ser expresiones de sublime bondad. Justamente a través de la “cotidianidad” una corriente nueva de vida espiritual penetra las razones más profundas del ser nuestro y del ajeno, rompe la costra de la rutina, de lo excepcional, y ata nuevamente el hilo de la vida a su esencialidad, lleva de nuevo el espíritu a su surgente, y transforma la caricatura del hombre “héroe”, al igual que el ritmo mecánico de los días repetidos, en un canto y una música “cotidiana”, siempre nuevos y renovados.
No se trata de salir de nosotros mismos, de evadir del hombre, de sus miserias de sus necesidades diarias, sino solamente de saber permanecer y vivir en él. Éste es el verdadero heroísmo.
La moral es normativa -como lo es toda otra forma de actividad espiritual- y, por lo tanto, reconoce como heroico solamente al heroísmo de quien sabe vivir permaneciendo en la norma, es decir, de quien sabe ser hombre de acuerdo con toda la humanidad que le compete: nada más, nada menos.

Héroe moral es aquel cuya moralidad, cuya vida adecua toda la moral la norma. El hombre contemporáneo ha perdido casi por completo el sentido de este orden moral: o se pone “por debajo” de lo humano sub-humano e infra-humano, quiere trascender  a costa de denigrarse por completo o por encima súper-humano y, por consiguiente, ya no posee el sentido “humanista” de la vida.


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