Asumir la responsabilidad: III
Virtud y caridad
Este tema de la Virtud surgió a partir de una
simple cuestión planteada tras uno de esos peculiares sueños que se tienen en algún
momento singular de nuestra existencia.
Hay una condición humana, despiadada, sentenciosa
que siempre condena y nunca absuelve, es una virtud odiosa inhumana y
despiadada que juzga con toda severidad y sólo se preocupa de cultivar en su
perfeccionamiento y de poder ser señalado como ejemplo monumental de virtud,
siempre desprecia a los demás y es un monumento de soberbia: es el virtuoso sin
bondad. La virtud, la buena virtud en cambio, no condena, comprende, practica
y, en especial practica la bondad, ayuda y socorre a quien lo necesita, camina
humilde por el mundo tiende su mano a quien lo necesita. Si reflexionamos bien
Aristóteles propone una virtud diciendo
que “es aquel estado de una cosa que constituye su excelencia peculiar y le
capacita para realizar adecuadamente su función: particularmente, en el hombre,
la actividad de la razón y de los hábitos ordenados racionalmente.” En la
filosofía romana, la virtud se asoció con la virilidad y la fortaleza de
carácter. En el renacimiento italiano, por ejemplo, en Maquiavelo esta palabra
significaba prudencia sagaz.”[1]
La virtud sin bondad, es aquella en la cual todo
gira en torna a su yo. No conoce ímpetus ni entusiasmos, es puro egoísmo, y es
la llamada virtud satánica, si reflexionamos un poco Satanás era virtuosísimo,
peor carecía de bondad. Es Santa
Catalina quien lo define con extrema agudeza diciendo de él: “la criatura sin
amor”.
En cambio, la bondad es virtuosa, pero no solamente
es virtuosa. Por ser bondad también sufre y llora, ríe, es humana, se expone.
El virtuoso piensa en su bien y es mesurado, es individualista, en cambio el
bondadoso piensa en el bien de los demás, es social, es decir, el bueno emplea
como medida el amor cuya medida es no tener medida alguna.
En cada momento histórico se destaca una virtud que
parece ser propia de la época, que está “a la moda”. En nuestros gobiernos del
tercer mundo se alardea mucho de “cuidar y ayudar a los pobres”, sin embargo
cada día hay más pobres a quienes cuidar. Los pobres resultan un bien útil para
muchas instituciones sociales, gubernamentales y virtuosas que no han
interpretado sin embargo el concepto del la verdadera caridad, se han quedado
simplemente aferrados a la cegada y cómoda concepción de la beneficencia
pública. De este modo muchos apoltronados silencias sus conciencias y sus
narcisismos están contentos y tranquilos por la tarea cumplida. El alarde de la
beneficencia, enmascara el egoísmo que quiere comprar una conciencia limpia.
Por el contrario, cuando nos dejamos caer en brazos de la caridad, ésta no deja
a nuestra conciencia en paz, pues la guerra contra las injusticias y los
sufrimientos de nuestros hermanos están siempre llamándonos, la caridad nos
convoca a una guerra perenne y por amor, por todo el bien que aun no se ha
llevado a cabo, por aquel acto de donación, de darnos a nosotros mismos en cada
uno de nuestros hermanos. Lejos está la caridad de ser una simple ayuda
material, por el contrario, la caridad implica el complejo término de
Misericordia espiritual: se da, da donándose. Por el contrario la beneficencia
solo da algo material y se envanece por dar, siempre espera ser vista por la
mayor cantidad de espectadores posibles y, en la mayoría de los casos lo hace
con una gran e higiénica distancia con aquel que lo necesita, el puente entre
el benefactor y el necesitado está bien custodiado por gendarmes e
intermediarios que acentúan aun más esta distancia. Si alguna vez se acercan al
necesitado, simplemente lo hacen para que su rostro bien retratado ilustre los principales medios
de comunicación masivos y así obtener mayor rédito del acto de beneficencia. Es
una máscara más de la hipocresía que, como todo lo desagradable, necesita de
una buena capa de maquillaje para cubrir su rostro. La caridad en cambio se
humilla ante quien se da, la caridad atrae, sostiene sus brazos abiertos.
La caridad hace su trabajo: no se preocupa por la
beneficencia, camina y repara amorosamente las ofensas que ésta hace, se ocupa
de la dignidad del prójimo ya ofendido por la miseria y el descuido de las
instituciones que deberías contenerlo. La caridad camina por el mundo en
silencio, no es arrogante es inocente y por consiguiente casi siempre
martirizada en el mundo en que vivimos en donde la beneficencia camina
triunfante de la mano de algún poderoso, sostenida por funcionarios, medios de
comunicación, artistas, gobiernos, empresas, se vanagloria de su trabajo, mide
su potencia por la cantidad de poderosos que convoca y espera que todos la
alaben y la recompensen, la beneficencia es amiga de hacer intrigas palaciegas,
trampas políticas, canjes con el poder, y casi siempre lo menos importante es a
quien se ayuda. En cambio, la caridad ama, santamente, bellamente, porque tiene
en sí misma ese fin. La cariad no
necesita discutir ni tener opiniones, porque ella misma posee el verdadero
concepto del hombre y el recto amor de la persona. La caridad no es poseedora
de opiniones, pues ella es poseedora del verdadero concepto del hombre y de su recto
amor. La caridad no es un simple entretenimiento ni un eventos social, la
caridad implica un sacrificio, es una irrupción, es una batalla de amor. Si
bien tanto la caridad como la beneficencia tienen su lado humando, la
beneficencia puede ser tan solo social, mientras que la caridad, se dirige al
hombre como miembro de una sociedad. La caridad es ese aposento amoroso que
hace el bien el único lugar que puede hacer humanamente hablando “buena
política”.
[1] Runes
Dagobert D. Diccionaro de Filosofía, tratados y manuales grijalbo. Editorial
Grijalbo 1981
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