sábado, 29 de abril de 2017

La ética y las costumbres





Es importante, teniendo en cuenta lo temas abordados en los anteriores artículos, vemos la necesidad de reflexionar acerca de la importancia del abordaje educativo, las propuestas de una nueva concepción del hombre de nuestro tiempo surgen en el reflexionar algunas puntuaciones: Mientras, por un lado, el hombre contemporáneo es irremediablemente conformista, ya sea por inercia, por debilidad, cobardía, por conformismo, o por pura hipocresía; por el otro lado encontramos, que es audazmente innovador; se postula como defensor de  una costumbre vieja y útil y rechaza un principio fundamental o un valor; de ahí la desorientación y también la subversión: por un lado se conserva lo viejo o lo accidental, y se destruye lo antiguo y lo esencial.
La ética de la costumbre reacciona con la de la de lo excepcional. El hombre de nuestros días lucha en dos frentes al mismo tiempo.
Esta nueva manera de concebir el proceso de su existencia, no es sin embargo el producto de una mente enferma, que finalmente colapsó en un punto de su propia historia. Es el modo, es la moda copiada hoy por ciento de miles de hombres y mujeres que quieren ganar un lugar, trascender el anonimato, de cualquier modo, en lo posible con comodidad.
Su objeto es el éxito; su ley, hacer algo distinto a lo que los demás han hecho o hacen, distinguirse a cualquier costo.

Si bien decimos que la ética de la costumbre tiende a la uniformidad y a la nivelación, la de lo excepcional, a la distinción y a la diferenciación: la primera ordena no hacerse notar, la otra, sobresalir, hacer “número por sí, ser notados alabados, aplaudidos. Al hombre de hoy, en cambio, le es más fácil substraerse a la ética de la costumbre que a la de lo excepcional; el distinguirse de la grey, el exceder a la norma y a cualquier otra norma seduce y exalta. Parece como si el hombre contemporáneo, desde el escritor hasta la dactilógrafa, desde el político al ladronzuelo, poseyese una sola aspiración: ser “lanzado a la fama”, aunque sólo sea durante un día, como un rayo. Esto explica de alguna manera, por qué la ética de la excepción tiene una gama infinita de grados y de matices: desde la frivolidad de la moda, desde el gusto y la manía de lo bizarro, de lo “original” y de lo excéntrico, a la dedicación de la propia vida hasta el sacrificio.
Los adjetivos “permanente” y “continuo”, se refieren exclusivamente a la temporalidad del proceso de gloria que vive el hombre de hoy y que tiene valor mientras el poder allí lo sostiene.
La idea de la continuidad temporal para toda la vida no puede decirse que hoy sea algo posible. Las modas cambian minuto a minuto. Los protagonistas tienen solo un instante fugaz de gloria. Muchas veces lo nuevo podría ser, la preocupación por su instrumentación efectiva. Reciclarse, reinventarse a sí mismo, son palabras y frases frecuentes que hoy día escuchamos de personalidades que pretenden no caer como estrellas fugaces y hacen valer el talento más allá de la voracidad de las modas o muchas de las figuras carentes de todo talento se sostienen vorazmente por medio de estos reciclados constantes en el candelero de la feria de vanidades. A este punto engendra al “héroe” y a la retórica del heroísmo, que se identifica con la retórica de la idea y del ideal: muchos llegan a “morir por la idea”, o “morir por el ideal”, otros en cambio pueden “morir también por nada”, pero siempre se trata de una muerte exaltante y exaltada. Todo tiene que ser deslumbrante en la sociedad en la cual vivimos.
¿No es un espectáculo terrible encontrar en estos niveles que el prurito de lo excepcional se torna altamente peligroso, ya sea porque se hace destructivo y muchas veces sanguinario, ya sea por la sugestión que ejercita y también porque presenta los signos aparentes del heroísmo auténtico? Así, la ética de lo heroico comporta una carga potente de fanatismo, pues no hay fanático más enardecido y más fuerte que el que tiene quien se identifica a sí mismo con la idea y absolutiza su propio yo, aquí encontramos un sentido de falsa abnegación; su voluntad aparece violenta, fría, siempre lúcida y obsesionada: emerger a cualquier costo, imponerse con un éxito sin precedentes, ser la voluntad “única”. La línea de lo excepcional no se distingue ya de lo monstruoso. Muchos de los grandes políticos, guerreros, conquistadores y dictadores obedecen a esta ética militar. A quien disponga del poder no le es fácil resistir a la tentación de la potencia absoluta, es decir del abuso.
Hay que decidirse a aceptar tal, y como es un mundo donde la muerte es la inseparable compañera de la vida. Pero si nos resignamos a admitir que el plano sobre el cual se ejerce la actividad de los hombre es el de la brutalidad que por todas partes, en torno nuestro, se manifiesta en la naturaleza, y cuya superación constituye el objetivo preciso de la civilización, es preciso también agregar que en plena noche también apareció con aquella brutalidad, la caridad y la noción de la solidaridad humana. Sobre estos fundamentos han florecido las grandes civilizaciones hasta llegar por último al Cristianismo.
Para encararla vamos a comenzar por la revisión de algunas de las respectivas opiniones más comunes, tan difundidas. Ciertamente, la ética de lo excepcional y de lo heroico es simple y compleja a la vez. Su procedimiento es lineal: absolutiza el valor, sea positivo o negativo para “absolutizar” al sujeto que lo encarna; su fanatismo se alimenta necesariamente de ideales.
Los hombres así absolutizados son la negación de sí mismos. De este modo, la voluntad de poderío se potencia y se sublimiza en la destrucción de todo y de sí mismo; la ceniza de una gigantesca hoguera universal es su ansiado reposo, el inmenso sepulcro señalado con la inscripción “yo” anónimo, ya que cualquier nombre le otorgaría el estatuto de “humano”, le impondría un límite, le haría perder su “unicidad”.  La sustitución del yo a la idea es siempre una amenaza que se halla presente en toda forma de heroísmo, el hombre siempre tiende a distinguirse y a absolutizarse. Esta condición, denuncia la tendencia de la voluntad de sobresalir y autoerigirse sirviéndose de una idea o de un ideal que se torna instrumento y no fin de poderío.
Quizás hay allí una fantasía en juego que nos permita explicar qué envuelve este goce que consigue el hombre con los grandes gestos heroicos.

En la llamada “ética de los grandes gestos” y de las “grandes acciones” sin grandes sentimientos, por lo que el hombre es capaz de todo, excepto de algo que valga moralmente. Es el heroísmo homicida de los hombres que “viven y mueren por una idea” y no saben ni sufrir ni gozar, ni vivir ni morir por un amor verdadero hacia alguien. Muchos simplemente juegan a ser el héroe.
“Jugar a ser héroe” es una de las seducciones más irresistibles del hombre y que siempre ha tenido gran número de secuaces y de ensalzadores del poder. La retórica del heroísmo ha ensangrentado la historia de la humanidad: en todo tiempo lo heroico ha exorbitado en lo excepcional, ya sea en lo individual, llámese el guerrero, el político, el genio, el científico, el músico, el artista; ya sea en lo colectivo: la narración, la raza privilegiada, una ideología, un partido, una secta; transformados en ídolos para ser adorados. Todas las épocas han tenido “elegidos por los dioses”. Pero tal vez ninguna época como la nuestra ha sufrido tanto a causa de las “grandes acciones” y de los “gestos heroicos”; ninguna ha sido tan desgarrada por la retórica del heroísmo, o ha tenido tantos héroes de cartulina, ensalzadora de la locura “técnica “y milidicial del “único” y del exterminio colectivo de los muchos; ninguna ha sido tan inhumana por la falta de humildes y de sencillos, con gran corazón y grandes sentimientos. Bajo cada “gran acción” hay un cúmulo de muertos a menudo inocentes, matados tan sólo para que un “héroe”, un “jefe, un “conductor” cumpliese una “gran acción”, un “gran gesto, naturalmente por un ideal, por la libertad, por la patria, por el bien de la humanidad,  de los niños, de los pueblos, de los desprotegidos, del planeta, etc. Son las pequeñas acciones, faltas de aparatosidad, que expresan los grandes sentimientos, y son ellas las acciones verdaderamente grandes. Tal vez parezcan mezquinas y ridículas y el vulgo se burle de ellas, pero son beneficiosas y no matan. Su grandeza pasa a menudo en silencio, inadvertida; y por lo mismo es más grande la humanidad desilusionada y aparentemente vencida que ellas encierran.


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