lunes, 2 de noviembre de 2015

Día de los Fieles difuntos





2 de noviembre
Conmemoración de los Fieles difuntos
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Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre
su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios."
                                        -San Agustín-


¿A quiénes recordamos hoy?


Los fieles difuntos, son aquellas personas que nos han precedido en el camino de la vida y en el paso a la eternidad, y que aún no han llegado a la presencia de Dios en el Cielo. Ayer recordábamos la fiesta de todos los Santos, los que ya gozan del Señor.

Hoy recordamos a los que se purifican en el purgatorio, antes de su entrada en la gloria.
Bienaventurados los que mueren en el Señor, nos recuerda el Apocalipsis. Y añade: Nada manchado puede entrar en el cielo.


Son almas que han sido fieles a Dios, pero que se encuentran en estado de «purificación» en el Purgatorio.

Estas almas están en el purgatorio como «inactivos»; es decir, ya no pueden «merecer» por ellos mismos. 
Por esta razón, es costumbre en la Iglesia Católica orar por nuestros difuntos y ofrecer Misas por ellos, como forma de alivio para su sufrimiento y para su necesaria purificación antes de pasar al Cielo. (Mac.12,46)

EL Purgatorio no es eterno. 
Las almas que llegan al Purgatorio están ya salvadas, permanecen allí el tiempo que sea necesario para ser purificadas totalmente. La única opción posterior al purgatorio que tiene el alma es la felicidad eterna en el Cielo.

¿Qué es el purgatorio?

El purgatorio es la morada temporal de los que murieron en gracia, hasta purificarse totalmente.

En el purgatorio hay alegría, porque hay esperanza.

En el purgatorio sólo están los salvados.
En la puerta del infierno escribió Dante: «Dejad toda esperanza los que entráis».
Sin embargo, la purificación en el Purgatorio es «dolorosa». La Biblia nos habla también de «fuego» al referirse a esta etapa de purificación. «La obra de cada uno vendrá a descubrirse. El día del Juicio la dará a conocer... El fuego probará la obra de cada cual ... se salvará, pero como quien pasa por fuego» (1a. Cor. 3, 13-15).
Y nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los que mueren en la gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo». (#1030)
La purificación es necesaria para prepararnos a la «Visión Beatífica», para poder ver a Dios «cara a cara». Sin embargo, el paso por la purificación del Purgatorio ha sido obviado por algunos. Todos los santos -los canonizados y los anónimos- son ejemplos de esta posibilidad.
¡Es posible llegar al Cielo directamente! Y, además, es deseable obviar el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo. Por eso es aconsejable aprovechar las posibilidades de purificación que se nos presentan a lo largo de nuestra vida terrena, pues el sufrimiento tiene valor redentor y efecto de purificación. Al respecto nos dice San Pedro, el primer Papa:
«Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos... Por esto debéis estar alegres, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego... hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1a.Pe. 1, 3-9).
En la del purgatorio vio Santa Francisca Romana: «Esta es la mansión de la esperanza».

Es una esperanza con dolor: el fuego purificador. Pero es un dolor aminorado por la esperanza; pues hay que arrancar las escorias del alma, para que, pueda presentarse en la mesa del rey.

Las almas del purgatorio ya no pueden merecer. 
Pero Dios nos ha concedido a nosotros que aún estamos en esta vida, el poder maravilloso de aliviar sus penas, y acelerar su entrada en el paraíso.  Se realiza entonces, por el dogma consolador de la comunión de los santos, por la relación e interdependencia de todos los fieles de Cristo, los que están en la tierra, en el cielo o en el purgatorio. Con nuestras buenas obras y oraciones, nuestros pequeños méritos podemos aplicar a los difuntos los méritos infinitos de Cristo.

Algo de historia

En el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación por los muertos en la batalla. Dice el autor sagrado, es una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado.

Ya los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de los difuntos. 

Dice San Ambrosio: «Un cristiano, dice San Ambrosio, tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos, pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones».

En el día de los Fieles Difuntos, hemos de consolarnos con lo que la muerte representa para los cristianos, el tránsito de la vida terrena a la celestial, del tiempo finito a la eternidad bienaventurada, si bien este tránsito se da a través de un posible purgatorio, pero con un fin seguro en Dios, en la gloria del Padre.

Isaías vio que llamas de fuego envolvían el trono del Altísimo. Para llegar a la presencia de Dios hay que ir puro y sin reliquias de pecado.

Ya mencionamos al principio, el episodio que narra el libro segundo de los Macabeos, donde se mencionan las oraciones hechas en favor de los soldados difuntos, bajo cuyas túnicas fueron hallados objetos idolátricos. Todos sus compañeros "puestos a orar rogaron al Señor que diese al olvido el delito que acababan de cometer" y Judas Macabeo hizo una colecta de doce mil dracmas que envió al Templo de Jerusalén para ofrecer un sacrificio expiatorio por los pecados de los caídos en el campo de batalla, "porque tenía ideas buenas y religiosas respecto de la resurrección" (2 Mac. 12,39-46).

Sabemos por San Agustín que la Iglesia primitiva rezaba por los muertos, consta por la tradición tan bellamente recogida por el docto obispo africano en el libro de las Confesiones (c.9) al hablarnos de la muerte y sepultura de su madre Santa Mónica. Era costumbre en la época ofrecer por los fallecidos el sacrificium pretii nostri, "el sacrificio de nuestra redención", o como se le llama en otra parte, sacrificium pro dormitione, "sacrificio por los que durmieron".

La memoria o recuerdo de los difuntos en la santa misa es común a todas las liturgias desde el siglo III.

Estando presente entonces Cristo sobre el altar en estado de víctima "representa para ellos un gran alivio y ayuda la oración que se hace durante aquel santo y tremendo sacrificio" (San Cirilo de Jerusalén).

La antigüedad cristiana vio en la muerte del cristiano el aspecto pascual y festivo del tránsito, del paso al seno de Dios, como un reflejo de las palabras de San Juan: "Allí siempre estaremos con el Señor". Los que han muerto en el seno de la Iglesia católica "están en el Señor".

En la Edad Media aparece en el pensar el riesgo del juicio y esta situación se refleja en los textos litúrgicos, tales como el Absolve Domine, en el Libera me Domine, y sobre todo en el Dies Irae.

El concilio Tridentino, en la sesión XXV (Denz. 983), definió la existencia del purgatorio "y que las almas allí detenidas podían ser auxiliadas con los sufragios de los fieles, en especial con el aceptable sacrificio del altar".

En la Sagrada Escritura, en los Salmos, base de todo rezo, hemos de encontrar los cristianos actuales las fórmulas para orar por nuestros difuntos, y en los textos bíblico-litúrgicos las bellas metáforas que nos hagan presentir el premio que Dios reserva a sus fieles.

¿Qué es la muerte para los cristianos?

La muerte es el paso de esta vida temporal y finita a la vida eterna y definitiva, es un paso a una vida distinta; pues sabemos que fuimos creados para la eternidad, y que nuestra vida sobre la tierra es pasajera pues Dios nos creó para que, conociéndolo, amándolo y sirviéndolo en esta vida, gozáramos de El, de su presencia y de su Amor Infinito en el Cielo, para toda la eternidad.
La muerte cristiana, unida a la de Cristo, tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida eterna. 
Por eso, a lo que los paganos llamaban necrópolis -ciudad de los muertos- los cristianos llamamos cementerio -dormitorio o lugar de reposo transitorio-. 
San Francisco de Asís saluda alegremente a la descarnada visitante: «Bienvenida sea mi hermana la muerte». 
Y dice Santa Teresa: «¡Ah, Jesús mío! Ya es hora de que nos veamos».
Miramos muchas veces, sólo un aspecto terrorífico y macabro del tema de la muerte: la corrupción del sepulcro, el abandono de todos, la soledad de la tumba. Resaltamos la parte negativa.
Y a las concepciones paganas del Renacimiento se unió el espíritu morboso del romanticismo y la poca imaginación de los agentes de pompas fúnebres de la época actual y entre todos han llenado los cementerios, de iconografía ridícula, muy poco de cristiana; pero nunca para los fieles que viven anclados en el artículo del credo que dice: "Espero la resurrección de los muertos".

La Iglesia tiene un rito para la muerte de los cristianos. Toda la liturgia de la muerte tiende a dar al moribundo una parte activa: ofrece sus sentidos para la unción, recibe la sagrada Eucaristía como viático o provisión para el viaje a la eternidad; toma con sus dedos el cirio encendido, símbolo de la luz de la fe que se le entregó al ser bautizado; besa el crucifijo, contesta a las oraciones y cierra su vida pronunciando por tres veces el nombre de Jesús.

Liturgia

Como Conmemoración litúrgica solemne, la estableció San Odilón, abad de Cluny, para toda la Orden benedictina. Roma la adoptó y se extendió por toda la cristiandad.
Se celebra después de la fiesta de Todos los Santos, después de alegrarnos con los "que siguen al Cordero", nuestro pensamiento acompaña en esta celebración de los fieles difuntos a "los que nos precedieron en la señal de la fe y duermen el sueño de la paz". 
El mes de noviembre, podemos decir, es un mes eclesial: Las tres iglesias, la del cielo, la del purgatorio y la de la tierra, se unen y compenetran. 
Si bien esta compenetración la tenemos cada día en la santa misa.

Y no falta en la liturgia de este día el recuerdo piadoso para los fieles difuntos "para que a ellos y a todos los que descansan en Cristo les conceda el Señor por nuestros ruegos el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz".

Otro dato consolador que nos revela la liturgia de los agonizantes es que el cristiano no muere solo, sino que muere con Cristo. El acto por el cual se acaba su vida terrena coincide con el momento en que entra en la vida definitiva con Cristo, como oveja que es llevada al redil de la gloria. Así representaron con frecuencia los primitivos cristianos a las almas de sus difuntos, sobre los hombros del Buen Pastor.
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Veamos la frase tan antigua y tan cristiana de "morir en el Señor", que ya San Juan recoge en su Apocalipsis: "Dichosos los difuntos que mueren en el Señor" (Apoc. 14.13).

Decimos que el cristiano no muere solo, porque muere con Cristo, y además muere acompañado, asistido y conducido por su madre la santa Iglesia.
Para acelerar tales bienes a los que pudieran estar detenidos en el purgatorio nació la piadosa idea de la "conmemoración de los fieles difuntos". San Odilón, abad de Cluny, determinó, hacia el año 1000 que en todos sus monasterios, dado que el día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de Todos los Santos, el día 2 se tuviera un recuerdo de todos los difuntos. De los monasterios cluniacenses la idea se fue extendiendo poco a poco a la Iglesia universal.

Las tres Iglesias: 


La Iglesia se divide en tres grupos. 

Iglesia triunfante: los que ya se salvaron y están en el cielo


Iglesia militante: los que estamos en la tierra luchando por hacer el bien y evitar el mal.  


Iglesia sufriente: los que están en el purgatorio purificándose de sus pecados, de las manchas que afean su alma.



El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1992, es un texto de máxima autoridad para todos los católicos del mundo y dice lo siguiente acerca del Purgatorio:


  1. Los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación, para obtener la completa hermosura de su alma (1030).
  2. La Iglesia llama Purgatorio a esa purificación, y ha hablado de ella en el Concilio de Florencia y en el Concilio de Trento. La Iglesia para hablar de que será como un fuego purificador, se basa en aquella frase de San Pablo que dice: "La obra de cada uno quedará al descubierto, el día en que pasen por fuego. Las obras que cada cual ha hecho se probarán en el fuego". (1Cor. 3, 14).
  3. La práctica de orar por los difuntos es sumamente antigua. El libro 2º. de los Macabeos en la S. Biblia dice: "Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados" (2Mac. 12, 46).
  4. La Iglesia desde los primeros siglos ha tenido la costumbre de orar por los difuntos (Cuenta San Agustín que su madre Santa Mónica lo único que les pidió al morir fue esto: "No se olviden de ofrecer oraciones por mi alma").
  5. San Gregorio Magno afirma: "Si Jesucristo dijo que hay faltas que no serán perdonadas ni en este mundo ni en el otro, es señal de que hay faltas que sí son perdonadas en el otro mundo. Para que Dios perdone a los difuntos las faltas veniales que tenían sin perdonar en el momento de su muerte, para eso ofrecemos misas, oraciones y limosnas por su eterno descanso".
De San Gregorio se narran dos hechos interesantes:
  • El primero, que él ofreció 30 misas por el alma de un difunto, y después el muerto se le apareció en sueños a darle las gracias porque por esas misas había logrado salir del purgatorio. 
  • Y el segundo, que un día estando celebrando la Misa, elevó San Gregorio la Santa Hostia y se quedó con ella en lo alto por mucho tiempo. Sus ayudantes le preguntaron después por qué se había quedado tanto tiempo con la hostia elevada en sus manos, y les respondió: "Es que vi que mientras ofrecía la Santa Hostia a Dios, descansaban las benditas almas del purgatorio". Desde tiempos de San Gregorio (año 600) se ha popularizado mucho en la Iglesia Católica la costumbre de ofrecer misas por el descanso de las benditas almas.
La respuesta de San Agustín: a este gran Santo le preguntó uno: "¿Cuánto rezarán por mí cuando yo me haya muerto?", y él le respondió: "Eso depende de cuánto rezas tú por los difuntos. Porque el evangelio dice que la medida que cada uno emplea para dar a los demás, esa medida se empleará para darle a él".

¿Vamos a rezar más por los difuntos? ¿Vamos a ofrecer por ellos misas, comuniones, ayudas a los pobres y otras buenas obras? Los muertos nunca jamás vienen a espantar a nadie, pero sí rezan y obtienen favores a favor de los que rezan por ellos.





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