2 de noviembre
Conmemoración de los Fieles difuntos
Una flor sobre su
tumba se marchita, una lágrima sobre
su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios."
-San Agustín-
¿A quiénes recordamos hoy?
su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios."
-San Agustín-
¿A quiénes recordamos hoy?
Los fieles difuntos, son
aquellas personas que nos han precedido en el camino de la vida y en el paso a
la eternidad, y que aún no han llegado a la presencia de Dios en el
Cielo. Ayer recordábamos la fiesta de todos los Santos, los que ya gozan
del Señor.
Hoy recordamos a los que se purifican en el
purgatorio, antes de su entrada en la gloria.
Bienaventurados los que mueren en el Señor, nos
recuerda el Apocalipsis. Y añade: Nada manchado puede entrar en el cielo.
Son almas que han sido
fieles a Dios, pero que se encuentran en estado de «purificación» en el
Purgatorio.
Estas almas están en el
purgatorio como «inactivos»; es decir, ya no pueden «merecer» por ellos
mismos.
Por esta razón, es
costumbre en la Iglesia Católica orar por nuestros difuntos y ofrecer Misas por
ellos, como forma de alivio para su sufrimiento y para su necesaria
purificación antes de pasar al Cielo. (Mac.12,46)
EL Purgatorio no es
eterno.
Las almas que llegan al
Purgatorio están ya salvadas, permanecen allí el tiempo que sea necesario para
ser purificadas totalmente. La única opción posterior al purgatorio que tiene
el alma es la felicidad eterna en el Cielo.
¿Qué es el purgatorio?
El purgatorio es la morada temporal de los que
murieron en gracia, hasta purificarse totalmente.
En el purgatorio hay alegría, porque hay
esperanza.
En el purgatorio sólo están los salvados.
En la puerta del infierno escribió Dante:
«Dejad toda esperanza los que entráis».
Sin embargo, la purificación en el Purgatorio es «dolorosa». La Biblia
nos habla también de «fuego» al referirse a esta etapa de purificación. «La
obra de cada uno vendrá a descubrirse. El día del Juicio la dará a conocer...
El fuego probará la obra de cada cual ... se salvará, pero como quien pasa por
fuego» (1a. Cor. 3, 13-15).
Y nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los que mueren en la
gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están
seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a
fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo».
(#1030)
La purificación es necesaria para prepararnos a la «Visión Beatífica»,
para poder ver a Dios «cara a cara». Sin embargo, el paso por la purificación
del Purgatorio ha sido obviado por algunos. Todos los santos -los canonizados y
los anónimos- son ejemplos de esta posibilidad.
¡Es posible llegar al Cielo directamente! Y, además, es deseable obviar
el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y
dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo. Por eso es
aconsejable aprovechar las posibilidades de purificación que se nos presentan a
lo largo de nuestra vida terrena, pues el sufrimiento tiene valor redentor y
efecto de purificación. Al respecto nos dice San Pedro, el primer Papa:
«Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos...
Por esto debéis estar alegres, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir
varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el
fuego... hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la
meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1a.Pe. 1, 3-9).
En la del purgatorio vio Santa Francisca
Romana: «Esta es la mansión de la esperanza».
Es una esperanza con dolor: el fuego
purificador. Pero es un dolor aminorado por la esperanza; pues hay que
arrancar las escorias del alma, para que, pueda presentarse en la mesa del rey.
Las almas del purgatorio ya no pueden merecer.
Pero Dios nos ha concedido a nosotros que aún
estamos en esta vida, el poder maravilloso de aliviar sus penas, y acelerar su
entrada en el paraíso. Se realiza entonces, por el dogma
consolador de la comunión de los
santos, por la relación e interdependencia de todos los fieles de Cristo, los
que están en la tierra, en el cielo o en el purgatorio. Con nuestras buenas
obras y oraciones, nuestros pequeños méritos podemos aplicar a los difuntos los
méritos infinitos de Cristo.
Algo de historia
En el Antiguo Testamento, en el segundo libro
de los Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla
como expiación por los muertos en la batalla. Dice el autor sagrado, es una
idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado.
Ya los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas
en honor de los difuntos.
Dice San Ambrosio: «Un cristiano, dice San
Ambrosio, tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos,
pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones».
En el día de los Fieles
Difuntos, hemos de consolarnos con lo que la muerte representa para los
cristianos, el tránsito de la vida terrena a la celestial, del tiempo finito a
la eternidad bienaventurada, si bien este tránsito se da a través de un posible
purgatorio, pero con un fin seguro en Dios, en la gloria del Padre.
Isaías vio que llamas
de fuego envolvían el trono del Altísimo. Para llegar a la presencia de Dios
hay que ir puro y sin reliquias de pecado.
Ya mencionamos al
principio, el episodio que narra el libro segundo de los Macabeos, donde se
mencionan las oraciones hechas en favor de los soldados difuntos, bajo cuyas
túnicas fueron hallados objetos idolátricos. Todos sus compañeros "puestos
a orar rogaron al Señor que diese al olvido el delito que acababan de
cometer" y Judas Macabeo hizo una colecta de doce mil dracmas que envió al
Templo de Jerusalén para ofrecer un sacrificio expiatorio por los pecados de
los caídos en el campo de batalla, "porque tenía ideas buenas y religiosas
respecto de la resurrección" (2 Mac. 12,39-46).
Sabemos por San Agustín
que la Iglesia primitiva rezaba por los muertos, consta por la tradición
tan bellamente recogida por el docto obispo africano en el libro de las Confesiones
(c.9) al hablarnos de la muerte y sepultura de su madre Santa Mónica. Era
costumbre en la época ofrecer por los fallecidos el sacrificium pretii nostri,
"el sacrificio de nuestra redención", o como se le llama en otra
parte, sacrificium pro dormitione, "sacrificio por los que
durmieron".
La memoria o recuerdo
de los difuntos en la santa misa es común a todas las liturgias desde el siglo
III.
Estando presente
entonces Cristo sobre el altar en estado de víctima "representa para ellos
un gran alivio y ayuda la oración que se hace durante aquel santo y tremendo
sacrificio" (San Cirilo de Jerusalén).
La antigüedad cristiana
vio en la muerte del cristiano el aspecto pascual y festivo del tránsito, del
paso al seno de Dios, como un reflejo de las palabras de San Juan: "Allí
siempre estaremos con el Señor". Los que han muerto en el seno de la
Iglesia católica "están en el Señor".
En la Edad Media aparece
en el pensar el riesgo del juicio y esta situación se refleja en los textos
litúrgicos, tales como el Absolve Domine, en el Libera me
Domine, y sobre todo en el Dies Irae.
El concilio Tridentino,
en la sesión XXV (Denz. 983), definió la existencia del purgatorio "y que
las almas allí detenidas podían ser auxiliadas con los sufragios de los fieles,
en especial con el aceptable sacrificio del altar".
En la Sagrada
Escritura, en los Salmos, base de todo rezo, hemos de encontrar los cristianos
actuales las fórmulas para orar por nuestros difuntos, y en los textos
bíblico-litúrgicos las bellas metáforas que nos hagan presentir el premio que
Dios reserva a sus fieles.
¿Qué es la muerte para los cristianos?
La muerte es el paso de
esta vida temporal y finita a la vida eterna y definitiva, es un paso a una
vida distinta; pues sabemos que fuimos creados para la eternidad, y que
nuestra vida sobre la tierra es pasajera pues Dios nos creó para que,
conociéndolo, amándolo y sirviéndolo en esta vida, gozáramos de El, de su
presencia y de su Amor Infinito en el Cielo, para toda la eternidad.
La muerte cristiana, unida a la de Cristo,
tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida
eterna.
Por eso, a lo que los paganos llamaban
necrópolis -ciudad de los muertos- los cristianos llamamos cementerio
-dormitorio o lugar de reposo transitorio-.
San Francisco de Asís saluda alegremente a
la descarnada visitante: «Bienvenida sea mi hermana la muerte».
Y dice Santa Teresa: «¡Ah, Jesús mío! Ya es
hora de que nos veamos».
Miramos muchas veces, sólo
un aspecto terrorífico y macabro del tema de la muerte: la corrupción del
sepulcro, el abandono de todos, la soledad de la tumba. Resaltamos la parte
negativa.
Y a las concepciones
paganas del Renacimiento se unió el espíritu morboso del romanticismo y la poca
imaginación de los agentes de pompas fúnebres de la época actual y entre todos
han llenado los cementerios, de iconografía ridícula,
muy poco de cristiana; pero nunca para los fieles que viven anclados en el
artículo del credo que dice: "Espero la resurrección de los muertos".
La Iglesia tiene un
rito para la muerte de los cristianos. Toda la
liturgia de la muerte tiende a dar al moribundo una parte activa: ofrece sus
sentidos para la unción, recibe la sagrada Eucaristía como viático o provisión
para el viaje a la eternidad; toma con sus dedos el cirio encendido, símbolo de
la luz de la fe que se le entregó al ser bautizado; besa el crucifijo, contesta
a las oraciones y cierra su vida pronunciando por tres veces el nombre de
Jesús.
Liturgia
Como Conmemoración litúrgica solemne, la
estableció San Odilón, abad de Cluny, para toda la Orden benedictina. Roma la
adoptó y se extendió por toda la cristiandad.
Se celebra después de la fiesta de Todos los
Santos, después de alegrarnos con los "que siguen al Cordero",
nuestro pensamiento acompaña en esta celebración de los fieles difuntos a
"los que nos precedieron en la señal de la fe y duermen el sueño de la
paz".
El mes de noviembre,
podemos decir, es un mes eclesial: Las tres iglesias, la del cielo, la del
purgatorio y la de la tierra, se unen y compenetran.
Si bien esta
compenetración la tenemos cada día en la santa misa.
Y no falta en la
liturgia de este día el recuerdo piadoso para los fieles difuntos "para
que a ellos y a todos los que descansan en Cristo les conceda el Señor por
nuestros ruegos el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz".
Otro dato consolador
que nos revela la liturgia de los agonizantes es que el cristiano no muere
solo, sino que muere con Cristo. El acto por el cual se acaba su vida terrena
coincide con el momento en que entra en la vida definitiva con Cristo, como
oveja que es llevada al redil de la gloria. Así representaron con frecuencia
los primitivos cristianos a las almas de sus difuntos, sobre los hombros del
Buen Pastor.
Veamos la frase tan
antigua y tan cristiana de "morir en el Señor", que ya San Juan recoge
en su Apocalipsis: "Dichosos los difuntos que mueren en el Señor"
(Apoc. 14.13).
Decimos que el
cristiano no muere solo, porque muere con Cristo, y además muere acompañado,
asistido y conducido por su madre la santa Iglesia.
Para acelerar tales
bienes a los que pudieran estar detenidos en el purgatorio nació la piadosa
idea de la "conmemoración de los fieles difuntos". San Odilón, abad
de Cluny, determinó, hacia el año 1000 que en todos sus monasterios, dado que
el día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de Todos los Santos, el día 2 se
tuviera un recuerdo de todos los difuntos. De los monasterios cluniacenses la
idea se fue extendiendo poco a poco a la Iglesia universal.
Las tres
Iglesias:
La Iglesia se divide en tres grupos. Iglesia triunfante: los que ya se salvaron y están en el cielo Iglesia militante: los que estamos en la tierra luchando por hacer el bien y evitar el mal. Iglesia sufriente: los que están en el purgatorio purificándose de sus pecados, de las manchas que afean su alma.
El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por
el Papa Juan Pablo II en 1992, es un texto de máxima autoridad para todos los
católicos del mundo y dice lo siguiente acerca del Purgatorio:
De San Gregorio se narran dos hechos interesantes:
La respuesta de San Agustín: a este gran Santo le
preguntó uno: "¿Cuánto rezarán por mí cuando yo me haya muerto?", y
él le respondió: "Eso depende de cuánto rezas tú por los difuntos.
Porque el evangelio dice que la medida que cada uno emplea para dar a los
demás, esa medida se empleará para darle a él".
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¿Vamos a rezar más por los
difuntos? ¿Vamos a ofrecer por ellos misas, comuniones, ayudas a los pobres y
otras buenas obras? Los muertos nunca jamás vienen a espantar a nadie, pero sí
rezan y obtienen favores a favor de los que rezan por ellos.
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