sábado, 22 de agosto de 2015

San Agustín: Camino hacia la conversión


San Agustín

Camino hacia la conversión                                                          
 Preguntas eternas acerca de la felicidad y cómo llegar a ella nos abruman constantemente. ¿Cuántas veces nos desviamos debido a falsos senderos: lecturas nocivas, sectas peligrosas, falsos ídolos, vicios, cansancio y resignación? Convertirse es comprometerse con Cristo con nuestra propia santidad, y la dimensión social de evangelización. ¿Pero bien es esto lo que queremos? ¿Queremos estar auténticamente comprometidos con Cristo? 
¿Qué podemos aprender de Agustín en su camino hacia la conversión, cómo aprendió a distinguir entre los artilugios de su mente y la iluminación de la mente por medio de los ojos del alma cuando por fin decidió dejar todo en manos del Creador? Hoy nos proponemos buscar a la manera de Agustín.
La búsqueda de la felicidad y de la verdad no siempre es un camino facil. Agustín bien nos describe en sus Confesiones que no conseguía llenar el vacío que era lo único que sentía en el alma. Su meta inalcanzable era la búsqueda de aquello que llamamos felicidad. 
Su madre, Mónica, desde siempre supo que él mediante la búsqueda del conocimiento encontraría a Dios. 




Un tiempo antes de su conversión en medio de su incertidumbre y desconcierto, Agustín leyó el texto  “Enéadas” del filósofo Plotino, (234-305) esta lectura lo relanzó hacia la esperanza y lomliberó de la concepción materialista de Dios  y, junto a la lectura de otros grandes textos de autores neoplatónicos pudo concebir a Dios como un ser absoluto, verdad eterna. 
Sintió que era invitado por aquellos escritos que lo intimaban a retornar hacia su propia intimidad guiado por el Creador, leyó con los ojos del alma, fue más allá de la mente, de la inteligencia humana.  Comprendió que todas las obras del Creador eran buenas. 

Algunas reflexiones de Agustín:
Amonestado por aquellos escritos que me intimaban a retornar a mí mismo, penetré en mi intimidad guiado por Tí. Lo pude hacer porque Tú me prestaste apoyo. Entré y vi con el ojo de mi alma, tal cual es, sobre el ojo mismo de mi alma, sobre mi inteligencia, una luz inmutable. No esta luz vulgar y visible a todo ser creado, ni algo por el estilo. Era una luz de potencia superior; como sería la luz ordinaria si brillara mucho y con mayor claridad y llenara todo el universo con su esplendor. Nada de esto era la luz, sino algo muy distinto, algo muy diferente a todas las luces de este mundo.
Tampoco se hallaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua, ni como el cielo está sobre la tierra. Estaba encima de mí, por ser creadora mía y yo estaba debajo por ser creación suya. Quien conoce la verdad, conoce la eternidad.
¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro día y noche. Cuando te conocí por vez primera, Tú me acogiste para que viera que había algo que ver y que yo no estaba aún capacitado para ver: volviste a lanzar destellos y a lanzarlos contra la debilidad de mis ojos, dirigiste tus rayos con fuerza sobre mí, y sentí un escalofrío de amor y de terror: me vi lejos de Ti, en la región de la desemejanza, donde me pereció oír tu voz que venía desde el cielo: “Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida sino que tú te transformarás en Mí.”
Entonces caí en la cuenta de que Tú has aleccionado al hombre sirviéndote de su maldad. Tú hiciste que mi alma se secara como una tela de araña. Y yo me pregunté: ¿Acaso la verdad carece de entidad al no estar extendida en el espacio, sea finito o infinito? Y Tú me respondiste desde lejos: Al contrario. “Yo soy el que soy” (Ex 3,14).
Estas palabras la oí como se oye dentro del corazón. Ya no había motivos para dudar. Me sentía mucho más fácil dudar de mi propia vida que de la existencia de aquella verdad que se hace visible a la inteligencia a través de las cosas creadas.”[1]


Y el terreno estaba preparado para la conversión.
En un pequeño huerto, símbolo del universo todo y de la grandeza del Creador, allí se rindió el corazón del inquieto Agustín quien combatía incansable consigo mismo.
¿Cuántas veces nosotros combatimos contra nosotros mismos o contra molinos e viento siendo tan ignorantes de la divinidad como lo era el grn Agustín?
Pero en aquel huerto todo cambió y la historia de su conversión también nos habla de nuestra propia historia. 





[1] CONF. 7, 9-10

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