sábado, 10 de marzo de 2018

La salvación: segunda parte





Nuevas quimeras

La necesidad de obtener algo de tranquilidad mental es un viejo tema que preocupó a la humanidad desde todos los tiempos, es lo que nos lleva a colocar, en la propuesta actual, nuestro principal objetivo: el preocupante tema  de la tranquilidad mental es un estado en el que el hombre deja de referirse y agarrarse a esa imagen ilusoria, se ha convertido en estos días en un vasto comercio a la hora de vender miles de  horas de televisión, cintas de vídeos, nuevos tratamientos –de origen convencional para la ciencia  formal o de terapias alternativas-, de esos tratamientos podemos partir para verificar que la lista es otra cosa que un recuento heterogéneo y sin rigor; pero todos ellos con la firme promesa de alcanzar la tan mentada tranquilidad mental. Para estas nuevas terapias el yo, es solo una ilusión. La liberación consiste en vaciarse de si mismo, en extinguir la llama que aqueja al hombre, en despertar y tomar conciencia de que simplemente abrazamos a una sombra cuando nos aferramos tan apasionadamente al “yo”. Sí bien, es necesario despertar de este engaño; de suponer que el yo todo lo puede, otra cosa es pensar que el yo no existe, en suponer que es irreal.


La tarea de la liberación, para estas terapias, consiste, pues, en ejercitarse intensamente en la practica del vacío mental, para convencerse experimentalmente de que el supuesto Yo” no existía, ni existió nunca.


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El peso de la consideración del sufrimiento como verdaderamente real, merece un tratamiento detallado, en el cual es posible recurrir a un pequeño rodeo al hablar del origen de todo dolor. Aquí insistimos que, en estas teorías así como el origen de todo dolor, entra en el error de considerar la imagen del yo como entidad real, la liberación del sufrimiento consiste en salir de ese error. Por consiguiente, extinguido el Yo, se apagan las emociones, los temores, los deseos, las ansiedades, las angustias, y nace una gran serenidad. Muerto el Yo nace la libertad.

Para las terapias fundadas bajo la luz de las doctrinas Cristianas, estos programas son equivalentes a los Principios Evangélicos: : “negarse a sí mismos”, para vivir hay que morir, como el grano de trigo: el que odia su vida la ganará. Pero para esto hay un precio que pagar: ejercitarse en la práctica del vacío mental, es una de ellas.

Este tipo de enfoque posee –como los restantes-, un recorrido riguroso, lo que se verifica tanto en su discurrir expositivo como en su concatenación en dos momentos claves. En primer lugar, quien se ha vaciado de sí mismo decimos, que es un sabio. Así, que en este último sentido, cabe recordar que si logramos vaciarnos por completo volveríamos a la infancia de la humanidad. Por otra parte, para aquel verdaderamente desposeído, el ridículo no existe; vivir es soñar, nunca el temor llamará a su puerta; nada le asusta, ni las emergencias. Su lenguaje desconoce los adjetivos posesivos y los verbos “poseer”, “pertenecer”, que son fuente de fricciones constantes. En segundo lugar, sabemos que en el interior del hombre habita el dolor. Por otra parte, no es necesario huir, sabemos como aplacar el dolor, sabemos cómo se apaga el incendio.

El hombre que ha visto cómo el temor surge de la pasión sabe que la tranquilidad de la mente se adquiere apagando la pasión, lo que obliga a tomar en consideración estos datos para advertir que los temas que van surgiendo no lo hacen al azar. Basta despertar, y tomar conciencia del error.

Lo importante es detener la actividad de la conciencia ordinaria, porque ella es una actividad centrada en el “yo”.
Por lo general, cuando la mente actúa, lo hace necesariamente alentado y engendrado el “yo” egoísta; el cual, a su vez, extiende sus brazos apropiadores, llenos de deseo de poder, de poseer, de ser de gloria, y paga el precio de este acto con temores y sobresaltos.

Quienes sostienen que el vacío de la mente instala al hombre en un mundo nuevo, en el mundo de la realidad última, -y hay quienes la practican seriamente-, pretenden que aparece algo  diverso del mundo de las apariencias en que normalmente nos movemos. El que ama su vida, la perderá; el que la odia, la ganará. Tal como reza en las Escrituras.
Reparamos en  particular, manifestado bajo el aspecto más usual, que nada desde fuera, nada desde dentro logra remecer la serenidad del sabio, que a menudo se nos ofrece en la vida. Al igual que una terrible tormenta tropical deja mojado pero inmutable a los acantilados, así, del mismo modo, los disgustos dejan impasible, al hombre sabio. No se trata de un proceso mágico sino lógico en su pensar y en su sentir. Simplemente, de esta manera, él se sitúa más allá de los vaivenes de las emociones y de las pasiones. Ni siquiera alude a esa otra variante que es conocida como los “delirios del yo”,-el cual no es privativo del sabio-, pues una vez eliminado el “yo”, el sabio adquiere plena presencia de sí, y va controlando cuanto ejecuta en su diario hacer. Bajo estas condiciones, ya aceptada por lo general, el sujeto sabio, se encuentra libre de los artilugios del yo y, por este sincero y espontáneo abandono de sí mismo y de sus cosas, el verdadero sabio, una vez libre de todas las ataduras apropiadoras del “yo”, se lanza sin impedimento en el seno profundo de la libertad, de este modo se presenta como si estuviese guiado por dictados, que implican –y eso una vez que experimentó el vacío mental-, reiteramos, por eso, una vez que ha conseguido experimentar el vacío mental, el sabio llega a vivir libre de todo temor y permanece en la estabilidad de quien está más allá de todo cambio.

Entonces cabe decir que,  así, el pobre y desposeído, al sentirse desligado de sí mismo, va entrando lentamente en las aguas tibias de la serenidad, opera aquí la humildad, la objetividad, la benignidad, la compasión y la paz. En sentido amplio, puede observarse que, nos encontramos ya en el corazón de las Bienaventuranzas.
En cambio, en el hombre artificial, esto es, el que está sometido a la tiranía del “yo”, está siempre vuelto hacia fuera, como postración singular, permite sacar a la luz esta estructura fundamental de su propio interior que obra en un territorio vasto y pretende de modo obsesionado por quedar bien, por causar buena impresión, preocupado por el “que piensan de mí”, “qué dicen de mí” ocupar un territorio más amplio aún; y, al vaivén de los avatares, sufre, teme, se estremece. La manera aguda de su comportamiento atraen grandes cataclismos interiores. La vanidad y el egoísmo atan al hombre a la existencia dolorosa, haciéndolo esclavo de los caprichos del “yo”.

Por el contrario, el hombre sabio, nos permite entender de qué forma un sujeto puede ir construyendo las condiciones para hacer efectivo  un cambio, el sabio es un ser esencialmente vuelto hacia adentro: como ya se libró de la obsesión de la imagen, porque se convenció de que el “yo” no existe, le tiene absolutamente sin cuidado todo lo que se piense o se diga en referencia a un “yo” que él sabe que no existe; vive desconectado de las preocupaciones artificiales, en una gozosa interioridad, silencioso, profundo y fecundo. Vayamos Ahora a otra postración convergente de la vida y el sentir de un hombre sabio: el hombre sabio ciertamente se mueve en el mundo de las cosas y de los acontecimientos históricos, pero su morada está en el reino de la serenidad.

El sujeto sabio puede desarrolla actividades exteriores como cualquier otro, pero su intimidad está instalada en aquel fondo inmutable que, sin posibilidad de cambio, da origen a toda su actividad.
 Ahora bien, el problema que queremos acotar no reside en las cualidades del sabio antes mencionadas, sino más bien en su capacidad de evitar la cólera.
Sin duda un antiguo dicho refiere que la cobra podría inyectarle su veneno, pero el sabio no tendría fiebre, -sin duda estamos haciendo referencia a la cólera-, sabemos ahora que la cólera no puede atacar a un hombre sabio. Punto harto excepcional, sin duda, y no por algo intrínsecamente irrealizable, sino porque para el sabio es imposible que la cólera lo ataque, pues sus fuentes profundas están purificadas, y el agua que brota desde ellas no puede menos de ser pura. Sin poder mundano ni propiedades, el sabio hace el camino mirándolo todo con ternura y tratando a todas las criaturas con respeto y veneración. La túnica que lo envuelve es la paciencia, y sus aguas nunca serán agitadas.
En este contexto el sabio no tiene nada que defender; a nadie amenaza y por nadie se siente amenazado; por eso cuenta con la amistad de todos. Armas ¿para qué? No las necesita ¿Desde qué trincheras lo pueden amenazar?
No, definitivamente, el verdadero sabio no puede ser picado por la cobra de la cólera.


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