Los clichés
del reino del ego
I
Nuestro querido país tiene la
tendencia de describir con frases –muchas veces poco felices-, alguna condición.
Los clichés más comunes en nuestra sociedad nos llevan a cuestionar la
influencia perniciosa que llegan a tener, decimos: "tenemos los cuatro
climas" Dios es argentino, somos los mejores, ya nada se puede hacer somos
así, este país no cambia más. El mudo... el charco y otras definiciones
“a la manera argentina”, describen el movimiento pendular constante del ánimo
social.
El título
que preside este breve artículo, incluye en su formulación un problema, cierto
desagrado y la pedantería que nos envuelve en un torbellino de sensaciones. La
cuestión que aquí se tratará será las falsas creencias, o dicho de otros modos
porque creemos en esas creencias tan difundidas. Será entonces, también,
aquello a lo que cabe interrogar de una manera crítica. Nuestra propuesta fluctua
entre aspectos históricos y populares; así esta ambigüedad deliberada nos va a
permitir –según procuraremos demostrar- establecer algunas precisiones.
Colocar
en cuestión creencias tan arraigadas como populares implica, en primer
término, interrogarse sobre el concepto de cómo nos definimos al creer en estas
frases populares, ellas dicen de cómo hablamos. Es factible indagar en este
campo prestando debida atención al recorrido histórico que cada frase ha
sufrido desde sus orígenes hasta nuestros días. En tal orden, lo que nos
interesa destacar es algo bien distinto –según vemos- a lo largo de nuestra
historia, aparecen diversas frases que expresan descripciones infatuadas
respecto de nuestra geografía aceptándola como única en el mundo, y, en cambio
otras frases que a esa misma geografía la disminuye aludiendo a uno de los ríos
más anchos del planeta al adjudicarle el familiar nombre de “el charco”, no
menos importante vemos que a uno de los mejores cantantes de todos los tiempos
–Gardel- se lo sigue llamando –el mudo-. Al respecto hubo, en el siglo que nos
dejó, muchos que reflexionaron sobre estas contradicciones del decir argentino
de un modo sin precedentes pero sin la rigidez que la rigurosa investigación
nos impone, en cuanto a sus fundamentos nos presenta algunos interrogantes a
dilucidar. Por otro lado, la obra psicoanalítica impacta notablemente en la
sociedad porteña de las últimas décadas del siglo veinte, donde Lacan es leído
en todas las Universidades desde hace algunas décadas y se inserta de esta
manera sus conceptos de “lo inconsciente estructurado a la manera del
lenguaje”. Ante este panorama la interrogación comienza por la palabra misma
que se someta a un riguroso examen ¿qué es hoy día el sufrimiento? ¿Cómo se
articula con el concepto de la solidaridad? Ello nos remite a la historia
propia de nuestro pueblo.
II
Para
entender el misterio del sufrimiento del hombre argentino actual, y el por qué
caímos en la miseria y casi en la desintegración moral, es necesario remontar
las profundas aguas de la historia y llegar hasta las lejanas playas desde donde
hemos partido.
Luego
de reflexionar en silencio en los mares de las distintas culturas, épocas,
corrientes inmigratorias externas e internas, y arribados nuevamente al páramo
en que nos encontramos en estos primeros años del nuevo milenio, nos encontramos
con que los seres que nos precedieron en la aventura de la vida, los primitivos
habitantes de esta tierra, los conquistadores, los colonos, no se hacían más
que una pregunta ¿dónde?; por el contrario de lo que hoy nos plantea el hombre
moderno, nuestros antecesores si bien no tenían todos sus problemas resueltos y
lejos estaban de contar con las comodidades con las que hoy cuenta la mayoría
de la población, simplemente aceptaban el hermoso desafío de estar vivos y
hacían lo mejor posible. Estos seres que nada conocieron de los tiempos
modernos, estaban dotados de un mecanismo de lucha y de arrojo del cual hoy
carecemos. Ellos debían solucionar –casi sin ayuda de los Estados de cada
época-, cada problema y desafío diario, sostenían sus necesidades y aspiraban
al ascenso social. No esperaban más ayuda que la otorgada por Dios, el buen
clima y sus propias fuerzas, tal vez por eso no sufrían del mismo vacío
espiritual y mental que los nuevos habitantes de esta tierra soportan día a día.
Como
puede apreciarse, se trata de un dominio amplio en comparación con el que
estamos acostumbrados hoy en día acostumbrado a adjudicarles. La vida recubría
un amplio territorio, en el cual cabrían artes y oficios, destrezas y
sabidurías. Mucha gente sabía hacer variadas actividades, no existía la hiper-especialización
como hoy en día. Vale decir, un saber que, si bien contempla su aplicación
práctica, no estaba reñido con el oficio propio por excelencia.
Luego
de una breve zambullida en el mar de la historia y arribados a los orígenes de
nuestra sociedad y nuestra Nación, nos encontramos con que los seres que
anteriormente habitaron este suelo, no se hacían problemas por nada más que
sobrevivir; al contrario, todos sus problemas personales los resolverán casi
como un alumno que se dispone a afrontar pruebas difíciles. Estos seres que nos
precedieron están dotados de menos comodidades pero de un sentido del trabajo y
del honor que hoy carecemos. El dato es decisivo, ya que si el caudal
instintivo común a todos los seres humanos despliega una serie de conductas
fijas, éste se elevará sobre ellas poniendo en acto lo adquirido por medio del
aprendizaje, sea una destreza, oficio, una habilidad, un saber. Pero al mismo
tiempo todo lo aprendido se orientaba en sentido social e individual muy
contrario al marcado individualismo reinante hoy en día.
Un
militar, un clérigo, un comerciante, un campesino o un joven estudiante vivían
sumergidos, como niños en el seno materno, en una tierra nueva que los
albergaba, en el vientre gozoso y armónico de la esperanza sin sentirse
oprimidos por el esfuerzo, sí por la injusticia, -temas que bien los
diferencian de la actual generación -. Este mundo gozoso lleno de aventuras en
un inmenso y nuevo mundo de praderas generosas con agua y tierra suficiente y cielo
celeste -que de por sí se convierte en un bello hogar para quien sabe
apreciarlo-, fue un inmenso hogar en el que convivieron los seres de razas
diversas y muchas veces mezcladas en una aparente armonía con la naturaleza y
con el lento pero seguro moderno progreso a la vez, armonía que fue generada
por esas fuerzas instintivas que, como un milagro, recorre y unifica a todos
los hombres independientemente de su color y de su origen.
Vivieron
nuestros antecesores pues, en una especie de unidad vital esperanzada en un
futuro mejor. No sabían de aburrimientos ni de interminables esperas de ayuda
social. No sufrían por esperar de las macro estructuras una ayuda a sus
problemas, no se sentaron a esperar, simplemente echaron manos a la obra. No
pudieron ser más felices ni más ricos de lo que fueron, no esquivaron los
problemas ni buscaron culpables a cada momento con la esperanza que los
culpables del mal clima paguen una sustanciosa indemnización por ello. Se
sentían plenamente honrados de haber hecho todo lo que pudieron. Este orgullo
lo vivieron a pesar de la injusticia, eterna huésped en todas las épocas y
culturas.
Así
viven aún cientos y miles de hombres luchadores anónimos en nuestros días, pero
la gran mayoría simplemente camina dormido.
Pero
en un momento de nuestra evolución como sociedad, aquella criatura humana que
hoy ya no se siente atraído por la inmensa aventura de "hacer" al que
llamamos hombre de nuestros días, se desvió del camino de tomar conciencia de
sí mismo y de su ser integrado a una sociedad: ya no sabe quién es, ya no sabe
que sabe, ya no tiene conciencia. Hace mucho tiempo que apareció la conciencia
de sí mismo en la historia del hombre. Esta emergencia de la conciencia lanzó
al humano hacia un mundo asombroso, para él se abrieron infinitas
posibilidades; y al mismo tiempo rompió las ataduras instintivas que lo ligaban
al "paraíso perdido", al hogar feliz. Aún así, al sentirse excluido
del mundo natural fue lanzado hacia la aventura de crear y ser moldeado por la
cultura. Se sintió solo, percibió su ser único y diferente de los demás de su
misma especie. Y, por vez primera supo lo que era la tristeza ante la nada y el
todo.
Despertó
de la larga noche carente de cultura; y, al despertar supo que tenía que
aprender de sí y del mundo.
Antes
de los tiempos actuales la vida se le daba como legado divino, era espontánea y
deliciosa la lucha diaria a pesar del trabajo y la fatiga. Antes el vivir una
identidad -aún en formación como la nuestra-, era un hecho aceptado; ahora es
un páramo oscuro. Antes, era una delicia saber que una generación ayudaba al
avance de la Nación; ahora, una carga: todo lo tendemos a improvisar, sin
pensar en sus correspondientes riesgos. De un tiempo en adelante, la sociedad
solo piensa en que es deber de los que gobiernan y aún más de los que
decidieron trabajar y continuar creando un país grande, mantenerlos, cubrir sus
necesidades, complacer todos sus deseos sin esperar nada a cambio. El hombre
dormido quiere retornar al paraíso de la bella época pero con todas las
comodidades del mundo cibernético y de comidas rápidas.
Este
nuevo retorno al mundo del placer sin esfuerzos sin conciencia de sí mismo, es
un retorno al seno materno: aquí la criatura todo lo tiene asegurado: el
alimento, los cuidados, y todo sin esfuerzo. Vive el niño en perfecta armonía
con la madre, en una gozosa unión sin riesgos ni problemas. Pero cuando nace,
todo lo que era simple le cuesta un esfuerzo, todo se torna en un problema,
hasta la respiración es algo nuevo que tiene que aprender trabajosamente; y
esto no cesa sino con la muerte, pues a lo largo de su vida se encontrará con
nuevos planteos, nuevos problemas y nuevos desafíos.
Esto
mismo está sucediendo con parte de nuestros hermanos que se niegan a la
posibilidad de nacer para entrar en la desesperante e incompleta gama del
proceso evolutivo humano. Dar y recibir les es ajeno. Y ese es uno de nuestros
peores defectos, un tumor que puede llegar a matarnos como sociedad.
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