La actualización soñadora como fraude de nuestro
tiempo
Cuando surge en nosotros, la necesidad de
enfrentarse con la realidad de la aparición de una nueva etapa en nuestro
desarrollo, o ante un nuevo problema no previsto en tal extensión por la
naturaleza, surge la necesidad de evadirse. “El gran fraude de la humanidad es
vivir soñando, concediendo alegremente carne de objetividad a lo que, de
verdad, es una sombra; llamando verdad a la mentira, y al embuste veracidad.”
Y todos se convierten en actores. Todos cumplen
roles y engañan a todos.
Aquí comienza a funcionar la tiranía de la imagen.
La luz seduce, cautiva es cómo la pólvora que una vez encendida ilumina todo y
enciende rivalidades y guerras. Es el reino de las apariencias. Y estas
apariencias acoge al primogénito de ese primitivo falso yo, ese primogénito
llamado Yo social. Aquí ante esta falsa diosa los mortales sufren sus
aflicciones no tanto por tener sino por exhibir aquello que tienen. Es el reino
del “último grito de la moda”. Todo lo que luce bien tiene lugar en este reino.
Pero muchas veces es fuente de sufrimiento.
Pero todo es un fuego fatuo del cual es mejor despertar.
Mejor dicho es necesario despertar, pues es esta la vía de la liberación.
Esto se institucionaliza: en la actividad
profesional, en el quehacer político, en las escuelas, las gentes sufren por
encaramarse en los puestos más altos. Se desprecia a la ancianidad y se someten
a cualquier sacrificio con tal de disimular el paso de los años; hay una
idolatría respecto de la juventud, como si la juventud debiera ser eterna
olvidándose de que también a los jóvenes se les acabará la primavera.
Para escalar puestos, tanto en las cortes, en las
empresas, como en las curias, incentivan rivalidades, colocan zancadillas,
chismes o se establecen sutiles juegos
entre bastidores para desplazar a éste y, en su lugar, colocar al otro. Nada
más que temores y sufrimientos. Sólo prevalece la obsesión por el poder y la
gloria.
Es legítimo el deseo de triunfo aunque esto casi
nunca se entienda como simplemente el
hecho de ser gozoso y productivo; por el contrario en nuestra sociedad
actual el triunfo está íntimamente ligada a la proyección de una figura social
de gran reconocimiento. Esta actitud lejos de ser patrimonio exclusivo de las
personas de clases sociales poderosas también se encuentra entre las clases
menos privilegiadas, aunque en un tono diferente: tanto en el Congreso de la
Nación como en una Sociedad Vecinal o en una agrupación de trabajadores,
aparecen las rivalidades para ocupar los altos cargos y las luchas por el
poder.
Lejos queda la alegría y la verdad. El corazón del
hombre se vuelve hacia lo ficticio y recorre rutas de sufrimientos. Sólo le
resta buscar la liberación por la ruta de la verdad.
En las últimas dos décadas los avances de la
neurobiología cerebral, han develado lo que antes era absoluto misterio para
los hombres: cómo opera esa masa de células dedicadas a los pensamientos, las
imaginaciones, los sueños, las emociones. Esta corriente científica nos permite
comprender con claridad cómo los centros de la emoción del cerebro nos lleva al
llanto, y cómo sus partes primitivas nos mueve hacia la guerra y hacia el amor,
están canalizadas hacia lo bueno y hacia lo malo.
Nos preguntamos ¿por qué sufrimos tanto? Para
reducir este sufrimiento recurriremos a la palabra relativizar el sufrimiento.
Si bien se trata de una palabra ambigua, muchos tienen la impresión, pues, de
que, al relativizar, tenemos que ver las cosas tal como son, para reducirlas a
sus exactas dimensiones; en suma, relativizar, aquí, vale tanto como objetivar.
Nuestra mente tiene la tendencia de revestir de un valor absoluto a todo cuanto
nos sucede, incluso al modo de experimentar la realidad. Para el hombre, cuando
se trata de “vivir un hecho” se “identifica”por completo con ese hecho, se
enajena de tal modo que compromete todo su ser, como si no hubiera más realidad
que esa vivencia momentánea y pasajera, pues al carecer de distancia y
perspectiva para apreciar con objetividad la verdadera dimensión de lo vivido,
absolutiza todo, y tiene la sensación de que lo que le sucede es desmesurado:
todo su mundo se reduce a lo que se acontece. Es por esto que su ser se inunda
de angustia y dominado por entero por ella. Para el hombre que absolutiza todo,
no existe otra realizada sino la presente y no hay modo de que eso cambie. Una
de las propuestas para modificar esta trampa es relativizar los acontecimientos
que le acontecen, para de este modo aliviar el sufrimiento, permitiendo que el
hombre reconozca la impermanecia y la transitoriedad de los hechos de nuestras
vidas. Todo es un constante fluir. La gente sufre a causa de caminar dormidos
por la vida. El devenir histórico es un constante pulsar transitorio. La
mortaja de la oscuridad lo cubre con su silencio en el mar de lo perecedero y
del olvido. Aun las crueles guerras con su carga de dolor, aun los grandes
imperios solo son datos históricos, unas breves líneas en un manual de lectura.
Todo pasa. Todo deja su huella. Pero hay que caminar despiertos.
El yo y sus innumerables ilusiones y los sentidos
exteriores nos ofrecen como real aquello que es ficticio. Pero hay que salir
del error de creer que lo aparente es real y comprobar que lo que se creía
realidad no era sino una sombra.
El hecho es que también hay que tomar conciencia de
la relatividad de los disgustos, y ahorrar energías para elevarse por encima de
las emergencias atemorizantes, e instalarse en el fondo inmutable de la
presencia de sí, del autocontrol y la serenidad; y, desde esta posición,
balancear el peso doloroso de la existencia, las ligaduras del tiempo y del
espacio, la amenaza siempre presente de la muerte, los impactos constantes que
le vienen al hombre desde el exterior. La vida es combate. Pero las armas para
este combate lejos de ser belicosas son la paz y la pasión para hacer las cosas
bien, y sólo puede utilizarlas si está libre de tensiones. Pero el hombre es su
propio enemigo cuando el falso yo gana y reina; estas fuerzas se le invalidad
cuando la angustia todo lo inunda.
Una de las cuestiones mas importantes es la de
desasirse. El trabajo que se toma el hombre desde que por la mañana, al abrir
los ojos, se encuentra fundamentalmente, con él mismo y lo que no es él. Y, como entidad
libre y consciente que es, comienza a relacionarse consigo mismo y con el otro.
Esta recurrencia convoca, seguramente, a su par antitético: el y el otro. Y, de
acuerdo con ese agrado o desagrado establece dos clases de relaciones: adhesión
o rechazo. Adhesión hacia todo aquello que puede resultarle agradable y
entonces produce un sentimiento de apropiación o asimiento, un vínculo emotivo
de posesión, lo cual conlleva un riesgo: el perderlas, lo que le ocasiona un
gran temor. Por otro lado, están las cosas que le resultan desagradables, aquí
aparecen los sentimientos negativos, la repulsa y el odio. También aquí aparece
el sufrimiento.
Es lícito hacer un rodeo y mencionar que asirse es
una acción mas enérgica que, adherirse, es una prensión. Y las adherencias se
revisten de diversas formas y colores.
Y el deseo de apropiación siempre deriva en el
temor a no poder poseer el objeto de deseo, o que los usurpadores los
competidores puedan arrebatárselos, y el temor actúa como detonante, pero
también es fuego fatuo.
En casos específicos como por ejemplo el sueño o la
locura hay una suspensión del estado de la conciencia de la realidad exterior.
En el caso de muchas personas envueltas pro
diversos sufrimientos, sus conciencias están adormecidas con ficciones y
fantasías y su conciencia de la realidad se ve afectada. Pero todo esto cambia
cuando se da cuenta del carácter ficticio e irreal de su condición, es decir
cuando decide despertar. En conclusión: al sufrir, padecemos una pequeña
enajenación, pues todo sufrimiento es hijo de la ficción y de la mentira.
Pero si nos convertimos en “desasidos” adquirimos
aquel desprendimiento o libertad frente al mundo exterior, logrando así
instalarnos definitivamente en la región de la serenidad.
No se trata de cuestiones meramente materiales o
económicas. Son los verdaderamente des-poseídos y los des-asidos de sí mismos
los que entran en contacto con la verdad. Y, esto, en verdad es igual a
libertad. Son ellos, los pobres de corazón, los sabios, los despiertos, los que
renunciaron a las ficciones egolátricas, los que poseerán el reino de la
serenidad.
Despertar es, en alguna medida, dejar de sufrir.
Pues, al quitarse el velo de la mentira y soltar la
amarras adhesivas, las facultades mentales comienzan a funcionar sin inquietud,
sin temores y apaciblemente. Al des-asirse, no se altera la actividad del
hombre, pero sí el tono interior, el clima general cambia y aparece la
serenidad.
Y cuando el
hombre queda desposeído, una gran libertad se apodera al instante de todo su
ser, sintoniza fácilmente con la realidad y la percibe en plenitud, no sólo
percibe objetivamente el mundo, sino que, al soltarse de sí mismo, entra en la
gran corriente unitaria, en el reino del amor, todo se viste de luz. De las
altas montañas no bajan aguas sucias, por el contrario: son transparentes y
cristalinas.
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