Del Pensamiento
Clásico al Pensamiento Cristiano
Mientras que
los misterios que penetraban como consecuencia del orfismo en Grecia y de los
cuales Eleusis era el más célebre santuario, recibían también las influencias
directas de las ideas osiríacas, y la cosmogonía griega contenía elementos
babilónicos, cretenses y egipcios; el famoso oráculo de Delfos amonestaba:
“Conócete a ti mismo”. Tal famosa hasta
nuestros días amonestación, fue bien acogida por Sócrates, el filósofo de la
razón, y, se ha transformado en el estandarte, del humanismo clásico y de otras
formas de humanismo que se inspiraron en el antiguo.
Podemos
afirmar, que el: “conocerte a ti mismo”es un acto de fe en la razón. Sócrates
era optimista. Más todos los optimistas,
tanto cómo los pesimistas son simplemente un producto del pensamiento, un
producto de la abstracción de la mente.
Si bien para
Sócrates, el fin último de la filosofía es la educación moral del hombre,
dentro de sí mismo, dentro de su naturaleza moral, encuentra el hombre su norma
de conducta y la determinación de los fines de la vida. Este filosofo considera
que el conocimiento de la recta conducta lleva al hombre a vivir moralmente y a
alcanzar la felicidad. Simplemente no procede con rectitud aquel que no posee
el conocimiento de lo bueno., pues el pecado proviene de la ignorancia.
El humanismo
clásico, en efecto, identifica la esencia del hombre con su actividad racional:
aquí hablamos del concepto, la definición, la deducción. Para el humanismo
clásico toda actividad está sometida al
imperio de la razón y deposita la felicidad misma del hombre en este dominio,
con la seguridad de que cuando la razón impera, todo es verdadero y todo se
torna claro.
Pero bien
sabemos que, por desgracia, o por suerte, en el hombre no se halla solamente el
reino de la razón: hay muchas otras cosas que se mezclan, se chocan, se
contradicen: otras que sobrepasan la razón y que hallan equilibrio y solución
en un nivel que no es el resultado de la deducción y del razonamiento.
Podemos
Agregar la pobreza en este sentido que tiene el humanismo clásico, respecto del
hombre, precisamente porque es eminentemente racional.
“Conócete a
ti mismo”; sí, pero es un riesgo: si bien no niega la posibilidad de
conocimiento, tiene un carácter destructivo: nunca sé con precisión qué es lo
que hallaré dentro
de mí. Ponerme a mí mismo al descubierto puede reservarme siempre una sorpresa:
¿hallaré limpio o sucio mi interior? ¿Y la razón tendrá luego la fuerza y la
capacidad de restablecer, por sí misma, el equilibrio que, al querer conocerme,
no he podido menos que alterar? ¿Tendrá la potencia de llevar a cabo un movimiento
racional que ponga nuevamente en pie mi armonía espiritual? El Humanismo
Clásico no es quien da estas respuestas.
Mucho tiempo
después aparece en escena el Humanismo Cristiano y con su advenimiento se ha
revelado al hombre profundidades espirituales y complejidades de la vida
desconocidas para el humanismo clásico. Es superada la confianza de que, conociéndome a mí mismo,
yo he de conquistar la claridad racional y el equilibrio -el cual ahora sabemos
que no es solamente intelectual-, ha desaparecido. Tratar de conocerme a mí
mismo confiando en la sola razón, es correr el riesgo de no entender ya nada de
mí mismo, de perderme en la perfecta redondez de las deducciones, que no
coinciden en absoluto con los sinuosos caminos de la vida.
Muchos
pensadores opinaron en contra de la amonestación délfica, Dostoiewski,
contrariamente a Sócrates, responde: “No, no es bien para el hombre conocerse a
sí mismo”. Otros como por ejemplo Bergson, le responde al psicoanalisis que se
propone sondear lo “profundo”y lo “inconciente”, y objeta que es más prudente
no turbar el equilibrio de la conciencia.
¿Significa todo esto acaso que el mundo moderno
aconseja renunciar a conocerse a sí mismo? ¿O que el Cristianismo, habiendo
revelado al hombre profundidades antes desconocidas, haya trastornado su
equilibrio? No. Todo lo contrario. Es que el Cristianismo ha puesto en
evidencia lo abstracto del humanismo clásico, sin perder la verdad que le es
propia, y, de hecho la ha integrado. El mundo moderno que es hijo del
Cristianismo -aun cuando se vuelve contra él y lo niegue-, ha tenido la
pretensión de asumirse la grandeza del hombre, su profunda verdad a través de
las modernas ciencias, rechazando la Palabra divina, la Verdad revelada, sin
tener en cuenta que el problema del hombre, tal como lo plantea el
Cristianismo, tiene su solución tan sólo en la Revelación.
El
cristianismo introdujo nuevos elementos en la conciencia dando una base
diferente a la vida humana. Frente a la finalidad estética de la educación
griega o frente a la practicidad de la educación romana, por ejemplo, el mundo
cristiano surge con la idea ético-religiosa: se buscó al problema del hombre y
de la vida una solución fundada en la naturaleza moral, la vida adquiere para
los cristianos un nuevo significado y más profundo de la interioridad humana.
Hay un destino sobrenatural para el hombre.
Pero en estos
tiempos desaparecen o tiende a desaparecer el concepto de trascendencia de la
vida humana.
He ahí la
consecuencia indiscutible: negada la esencia divina del Cristianismo y negado
el destino sobrenatural del hombre, el mundo moderno se halló entre manos el
problema del hombre, sin la solución adecuada. Da respuestas parciales e
inadecuadas, en consecuencia, el hombre cae a cada paso en el desanimo.
Por otro
lado, el Cristianismo ha enseñado que conocerse a sí mismo, guiándose por la
sola razón, es una tentativa sin esperanzas. La razón por sí misma nada lo
resuelve. De ahí el desequilibrio, fruto de soluciones parciales y todas
ineficaces. Muchas otras alternativas pseudo religiosas aparecen en nuestro
tiempo como respuesta a la falta de consuelo y al vacío que la angustia deja en
miles de almas en busca constante de la eterna respuesta.
La solución
cristiana vuelve a proponerse imperativa e ineludible. “Conócete a ti mismo”, pero
mas bien conócete hasta el punto de saber que tu vocación de hombre no es sólo
racional, ni científica, ni artística, ni deportiva y tampoco moral. Son todas
estas vocaciones parciales, cuya armonía y cuyo equilibrio, empero, es la
vocación religiosa, la única y fundamental. Tan sólo cuando el hombre todo, en
la plenitud de su integridad, converge en su intrínseca aspiración a Dios, se
orienta hacia su destino sobrenatural, allí y sólo allí, encuentra su verdadera
esencia y dignidad humana. Sólo entonces el hombre se conoce a sí mismo en el
nivel en que puede componer sus contradicciones, sus aspiraciones a veces
dispares, otras tantas alocadas. Sin sentido, allí escucha a su ser, puede
dilucidar la oscuridad de la vida, pacificar los conflictos, dar una respuesta
a las dudas.
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