Los valores del hombre de hoy
El problema del hombre
contemporáneo es sentirse constantemente mortificado frente a la vida que le
toca vivir. Esta palabra es excelente para introducirnos en el tema de la
muerte, tema problemático que obra sobre la carne para todo ser humano
viviente, sea creyente en una vida sobre natural o no lo sea. La mortificación
nos remite a algo que está denigrando nuestra condición humana constantemente,
que nos habla de lo degradante, de aquello que no tiene posibilidad alguna de
ser reconducido por mucho esfuerzo que haga y por mucho dinero que acumule para
pagar una mejor atención para sus necesidades. Entonces, planteamos que el
problema del hombre de nuestros días, el problema del hombre contemporáneo es
el de equilibrar nuevamente la relación entre valores económicos y valores
espirituales.
Atinente a ello, es nuestro
deber puntuar respecto de los primeros -que deben distinguirse de los
segundos-, más también los valores económicos, como hoy día todo otro valor
vital, pueden además ser espirituales.
Es nuestro deber mencionar
que entre los valores económicos y los espirituales hay una visible oposición;
pero también un grado de parentesco: esta dialéctica de oposición y de
atracción, antitesis y de simbiosis gobierna las relaciones de todas las
categorías de los valores. De allí también que crean confusión, cifren y a
veces numeren la vida del sujeto.
Decimos que tienen
oposición; pero no exclusión; pues, cada valor posee, por decirlo de un modo
sencillo, una esencia propia. La esencia propia
de los valores económicos consiste en ser intercambiados y consumidos;
la esencia propia de los valores espirituales consiste en ser comunicados y expresados.
Un valor espiritual como
por ejemplo la bondad, la justicia, no se intercambia, se comunica; no se
consume, se expresa; y cuanto más se comunica y se expresa y se encarna, más se
enriquece, se acrecienta, se potencia.
Adoptemos otro sesgo para
expresar nuevamente algo acerca de los valores económicos: éstos, sean dinero o
cosas; se intercambian, se usan y se consumen. Hay que tomar en cuenta que si examinamos a fondo esta diversidad –y
cuando decimos diversidad no significa contradicción y por lo tanto una cosa no
niega de ningún modo aquellas que le son distintas por el mero hecho de ser
distintas-, hallamos que ella puede implicar la presencia de un valor en el
otro, aun permaneciendo la irreductible distinción.
En efecto, hemos dicho que
los valores económicos se intercambian. Significa que ellos pueden ser
comprados o vendidos; en cambio, nadie, puede comprar o vender los valores
espirituales, ya que estos no son mercaderías.
Entonces, y por fin, ¿de
qué se tratarían los valores económicos? De hecho, no es nuestra intención
permanecer en el terreno de la incertidumbre. Par intentar dilucidar este
interrogante haremos un breve rodeo.
Sabemos que el comprar y
vender implica un criterio y justo precio. También decimos que el justo precio
se establece en base a criterios de valuación y de comparación. He aquí que se
introduce de modo muy especial, comenzando por apuntar lo que ya es un lugar
común a estas alturas: los valores: el intercambio, que es precisamente de
valores, económicos, se actúa o mejor dicho: debería actuarse, de acuerdo a un
principio de justicia, que es también moral, es decir de acuerdo a un valor
espiritual. Empero, así se le asigna también un criterio espiritual a los
valores económicos.
En cuanto a la justicia en
base a la cual se venden u se compran las cosas no es un valor económico y
comporta, permanece siempre un valor espiritual que se comunica y se reconoce
pero que no se vende ni tampoco se compra.
Si bien las cosas
materiales nos brindan la posibilidad de optar y ser situadas en un terreno muy
cercano al de las clásicas imputaciones de la compra venta mercantilista; así
como las cosas que se truecan permanecen bienes económicos; mas es cierto
también que en el intercambio entra la justicia, y ésta, a su vez hace que lo
económico, aun permaneciendo tal, sea acto de justicia. En tal caso, el acto
mercantil tanto referido al vender y el comprar, que es propio e valores
económicos, encarna y expresa un valor espiritual que, a través de aquellos
valores no espirituales, se torna concreto, se actúa en un acto de vida.
La ventaja de cualquier
enfoque que incluya los conceptos de la fe y de la espiritualidad, lejos de
desvalorizar a los demás conceptos o de convertirlos en puras abstracciones los
enriquecen. Este concepto de lo económico es uno de tantos ejemplos. Por
consiguiente decimos que es erróneo, por lo tanto, desvalorizar, en nombre de un
espiritualismo abstracto, los valores económicos y todos los valores vitales en
general, porque la vitalidad misma es, ella también, un valor, y porque va
siempre unida a la espiritualidad.
La vitalidad es inherente
al ser humano. No hay valor espiritual que no se encarne en un valor vital, así
como no hay valor vital, en el hombre que no pueda “espiritualizarse” y hacerse
expresión de valores espirituales.
Por otra parte nos parece
conveniente destacar que es erróneo, supervalorar, en nombre de un materialismo
obtuso, los valores vitales y los económicos en particular, hasta el punto de
hacer de los espirituales un subproducto o una sobre-estructura de aquéllos.
Estos valores son valores
de orden distinto pero necesarios los unos a los otros. Por otra parte, no se
podría ni siquiera hablar de justicia en las relaciones económicas si la
justicia fuese, ella también, un valor económico o un epifenómeno.
Abandonamos aquí la idea de
que el hombre carece de un espíritu inmortal.
Por consiguiente en
nuestros postulados, existe el hombre que es cuerpo y es espíritu, unión de
cuerpo y de espíritu; y, por lo tanto, en concreto hay dos categorías de
valores, los vitales y los espirituales, unidos en cada acto humano, que es
universal e infinito para los valores espirituales y, conjuntamente, concreto
para los valores vitales. Más aún: está lo universal del valor espiritual que
es concreto en el económico; y el valor económico que adquiere universalidad y
espiritualidad en el valor espiritual que expresa y encarna.
De acuerdo con este
enfoque, este intento se ve convalidado al insistirse en la potente eficacia lo
cual no debe inducirnos al otro error de poner las dos categorías de valores
sobre el mismo plano. De los valores económicos el hombre hace uso, de los valores
espirituales se disfruta. Los valores espirituales son un medio, los otros son
siempre un fin. Los primeros, usándolos, siempre se consumen, en cambio, los
segundos, disfrutando de ellos, se acrecientan; a los valores económicos se los
poseen, en cambio, a los espirituales se donan, sin mercantilismos, contratos
ni justo precio.
También en los valores
espirituales hay una justicia, más ésta no tiene precio.
Es verdaderamente curioso.
Pues aun en el intercambio de los valores económicos puede haber ímpetu y
generosidad. Esto, sin embargo, no significa que sean de por sí generosos, sino
que interviene en el intercambio un valor espiritual que es la generosidad.
Por el contrario, los
valores espirituales son de por sí generosos, sobreabundantes. No esperan una
mercadería en cambio, una recompensa: se donan y nada más; se donan porque el
donarse está en su naturaleza, está en la esencia misma de la belleza, de la
verdad, de la bondad.
El sentido de todos los
valores espirituales es que en todos ellos se halla también otro valor: el
amor.
Con cada valor espiritual
algo se dona.
Ya que la referencia a los
valores espirituales es en esta cita nuevamente explícita, conviene aclarar por
lo tanto, que, quien encarne y exprese los valores espirituales, da siempre más
de lo que recibe; más aún, da también cuando nada recibe,-tal como se aprecia
en las teorías cristianas-, da, sin ni
siquiera pensarlo, sin siquiera pretender recibir nada a cambio, da sin recibir
nada en cambio. Y solamente porque da de esa manera gratis, el donante se
acrecienta y se enriquece en el don.
Para este modo de pensar se
desprende otra distinción, que opone los valores económicos a los espirituales:
los primeros son finitos y por ello su ley es precisamente la “economía”; los
otros son infinitos y su ley es la expansión.
Para esta forma de
pensamiento que valoran los valores espirituales cuando estos más se expanden,
más difusivos son y mayormente se manifiesta su infinitud. Y es precisamente el
acto espiritual el que siempre se renueva.
Un acto espiritual se
renueva siempre, su infinitud lo obliga a renovarse; mientras que un acto
económico no puede seguir renovándose, porque de lo contrario se empobrece y
extingue. Más aquí también la oposición no excluye la relación.
Pero en efecto, muchas
veces, los valores económicos pueden ser el vehículo de los espirituales.
Pueden asimismo simbolizarse. El “pan del cuerpo”, es el pan del cuerpo, pero
es también el pan del espíritu, aunque éste no se alimente de pan y el pan del
espíritu es también el pan del cuerpo.
Además, como se advertirá,
los valores espirituales, como hemos dicho más arriba, pueden penetrar los
económicos, humanizar las leyes “duras”y darles un significado que sobrepasa
sus postulados puramente “económicos” y toda la esfera de la vitalidad. Los
valores espirituales pueden descender hasta los económicos y transformarlos; y
a su vez, éstos se pueden elevar al nivel de los primeros.
Para ver claramente esta
conexión de campos y considerar que hay que tomar, que hay que recobrar, lo que
es importante para la vida del sujeto podemos acudir a los valores y su
capacidad de ser donados, incluidos los económicos. Entonces decimos: ¿acaso
los valores económicos no se venden y se compran siempre? ¿Pueden también
donarse?
Los bienes económicos, como
materia de don, atestiguan la existencia del espíritu. El hombre, cuerpo y
espíritu, se transforma, en ese caso, en el hombre cristiano, el hombre de la
caridad. Un paso más, en nuestro recorrido.
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