I
El esfuerzo continuo y sistemático por
reflexionar e intentar dar soluciones es siempre perfectible, más nunca
perfecto al eterno problema del sufrimiento humano. Este problema no sólo atrae
los afanes y desvelos del científico y de toda la sociedad. Ningún ser humano
por el hecho de ser tal, puede permanecer indiferente frente a él -aunque sea
ante su propio sufrimiento-, salvo raras excepciones en donde el sufrimiento es
fuente de placer. Porque su existencia misma, como ser humano tanto individual
o como ser social, aparece comprometida en sus planteamientos y en sus
problemas.
Nuevamente nos preguntamos ¿Qué es el
sufrimiento? ¿Por qué nos adormecemos y nos acostumbramos a convivir con él? Es
un lugar común hablar del sufrimiento. ¿Pero tenemos acaso un concepto unívoco acerca
del sufrimiento humano? ¿Por qué y cuáles son las múltiples definiciones acerca
del proceso del sufrir? Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, la diversidad
de definiciones es tan numerosa como la cantidad de conceptos psicológicos,
médicos y sociológicos que del tema se ocupan. Y muchas veces ocurre que un
mismo teorizador ofrece a lo largo de su recorrido diversas definiciones,
conceptos distintos, de conformidad con un enfoque parcial o total que realiza,
dada la amplitud del término acerca de un mismo tema estudiado a lo largo de
toda una vida. Así encontramos en un mismo autor contradicciones, ampliaciones,
o bien definiciones que, en un primer momento solo se enfocaban al fin que se
busca luego hacen referencia únicamente al proceso que tiene el tema estudiado
únicamente, en otros casos sólo estudian las consecuencias sociales o
laborales. Algunas definiciones sólo consideran al sufrimiento teniendo como punto
de partida al individuo y su biología; otras tienen en cuenta sólo el
condicionamiento sociológico. Unas definiciones hacen referencia a la educación
y a la formación recibida y a las respuestas que, ante una situación extrínseca
produce un sujeto.
Al despertar como ser responsable, el hombre debe
medir con exactitud sus potencialidades y las posibilidades con la que cuenta
así como también sus propias limitaciones. Y estas limitaciones siempre se
transformarán en un torturador que lo encarcela, lo denigra, le exige que asuma
sus lados oscuros sin piedad. Así el hombre actual se siente acorralado,
encerrado, sin posibilidades de evadir el sufrimiento. ¿Cómo superar o soportar
esta tortura? Y, así, una vez más el hombre se siente desvalido e impotente.
Simplemente quiere retornar al seno cálido y cómodo que lo deja nuevamente
enquistado en una posición infantil; sin recordar que otros antes pudieron, y
sin desearlo, se ve empujado al mundo que exige su hacer; y, de pronto, se
encuentra con un ser desconocido, aquel que quiere ser partícipe y alfarero de
su propia historia, aquel que sin pensar demasiado en los avatares del lugar y
del tiempo que le tocó vivir y que no había escogido, con una existencia llena
de sucesos felices y desdichados, con un temple débil y lleno de puntos
oscuros; con misteriosas curvas del destino, que, como sinuosos caminos de
montaña, lo dividen, lo desafían, lo desintegran, lo expone a justificar una y
otra vez su valor.
El hombre de nuestros días se mira y se desconoce
a sí mismo, como si tuviera la conciencia disgregada, como si perteneciera a un
mundo que ya no quiere darle lo que se supone que es su propio derecho, se
tornó entonces en un ser incomprendido por sí mismo. Un gran desconcierto, un
bebe al que privan de alimento y ya no le complacen los más mínimos caprichos.
Ya no se pregunta. La certeza es absoluta. Ya no aparecen en el horizonte la
duda, la pregunta por el origen, por el ideal de país, todo su horizonte fue
cubierto por la niebla de la certeza. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Dónde
estamos? ¿Con quiénes nos relacionamos mejor? Y sobre todo, ¿qué haremos? Ya no
son preguntas, sólo el reflejo de un pasado de lucha que muchos adormecidos
prefieren olvidar.
III
El hombre adormecido de nuestros días, en un
momento definitivo, elevó sus ojos, y a lo lejos, distinguió unos
juguetes importados rotos ya de tanto uso, una falda regalada que ya no está de
moda. Vio en esos objetos el deterioro implacable de su propia existencia. Se
analizó unos momentos y concluyó que es preferible pasar los días en un
estado de fiesta y aturdimiento muy lejos del espíritu y de la eterna pregunta
por la esencia humana. Apabullado por tener todo lo nuevo, sitiado por el deseo
de disfrutar sin pensar en la trascendencia, asediado por los placeres y los
sentido, ¿cómo negarse a tanto placer? Y quiso más. No permitirá que la
angustia o la necesidad de los otros le roben un solo minuto de música vacía.
¿En qué dirección ir a buscar más alimentos y ropas a la moda o pañales
descartables? No quería volver a un pasado de fregonas y noches sin luz
eléctrica. Ha aprendido a vivir mejor que un rey del Medioevo aún con letrina y
electricidad robada, tiene televisión por cable y equipo musical. Nada lo
detiene. Y viendo que al “llorar miseria” y quejarse por su suerte, otros
alimentarán a su prole, y así el hombre dormido decidió recibir sin colaborar.
Todo vale cuando el placer llama.
El mundo de hoy nos obliga a todos a caminar por
la filosa cornisa de la incertidumbre hacia el futuro, tal vez no fue peor en
otras épocas remotas. Pero el hombre dormido se propone disfrutar del paisaje,
hacer que otros lo ayuden a subir a lo alto de la montaña más bella como un
bebe en brazos de su madre. Alcanzada la última novedad, busca nuevos
horizontes y nuevos placeres. Siempre hay una luz de una bella tienda que lo
seduce de modo irresistible. Su vida es simplemente un deseo de aquello bello
que otros hacen por él. Un camino simple sin preguntas ni esfuerzos y si algo
no le es dado lo toma: lo roba. O a gritos declama su derecho a poseerlo.
Condenado por la idea de que merece todo lo
creado, siempre intenta obtener una ración más del pastel que otros prepararon,
el hombre dormido no puede detenerse, está sometido al imperativo categórico de
los comunes clichés que nuestra sociedad tiene: "ser los mejores y más
ricos del mundo" que lo sometió desde hace décadas y selló todo su ser,
imperativo que lo impulsa a obtener de forma cualquiera todo lo que no puede
comprar con esfuerzo, imperativo que lo somete a un odio que lo enfrenta con su
semejante y con su propia impotencia.
El hombre es un pequeño tirano que somete desde
su aparente impotencia de niño pequeño a los que apuestan por producir un país
mejor.
Seducido por las fragancias y los sabores,
irrumpe en llanto o en violencia para obtener ganancias y llenar su barriga de
pan y los espacios vacíos de su vida con espejos de colores. Vive aferrado al
sueño de omnipotencia que lo narcotiza desde hace mucho tiempo. Vive aferrado
por anhelos de grandeza frustrado por ladrones foráneos y que ni él mismo
comprende y, por otra parte, es incapaz de cuestionar, que lo domina y lo
ciega; que lo arrastra hacia una existencia vacía y vana, y le obligan a darse
razón y justificaciones a sus propios actos vandálicos y a encontrar rápidas
respuestas del por qué no le va bien en la vida.
Vive en un mundo plagado de ilusiones vanas. Esta
marca original lo obliga a ser servido como un señor poderoso y dueño de la
tierra por el simple hecho de haber nacido en esta tierra; pero al mismo tiempo
se siente desilusionado por los que se suponen deben proveer todas sus
necesidades.
La vida le plantea una cosa, y su ilusión otra.
Desea todo lo que ve, y da muy poco. Lucha simplemente por tener todo sin
esfuerzo y no sabe que se está esforzando. Busca la abundancia sin dar nada a
cambio y, sin embargo, siempre está demandando. Experimenta sensaciones de
poder y euforia, como cuando gana su escuadra de fútbol y, sin embargo, siempre
está insatisfecha. Pero lo único que quiere evitar es su compromiso y
responsabilidad social y en ello se esmera aunque el precio a pagar sea elevado.
Su mente es, con frecuencia, una receptora de
música, chismes, un aparato que sirve para comunicarse o cerrar las puerta a
todo aquello que le desagrade o intente mostrar una realidad diferente de la
que él creó; y no puede prescindir. Lucha por liberarse del dolor o por
utilizar su condición de persona sufrida o de pobre para obtener un beneficio
de ello y por ello, y, sin embrago, siempre está en tensión.
En síntesis, la maldición de las falsas creencias
es su medio de subsistencia y su condena a la vez. Es verdad que la injusticia
plaga este mundo lanzado sin cesar a desafíos permanentes desde el principio de
los tiempos: las bestias, el mal clima, la supervivencia, las guerras, la
esclavitud, la enfermedad y la pobreza. Pero, por encima de todos los placeres
y de todos los esfuerzos para obtenerlos, su "quehacer en el mundo"
es y será siempre un derecho, un privilegio al que sin saberlo ha renunciado.
Pero aún no es tarde.
Al respecto, no
faltarán quienes desde su propio dolor arguyan con liviandad: "hay que
estar alerta si no te pasan por arriba". Afirmar esto, sin mayor ambición
que calmar nuestra propia cobardía, no deja de ser una salida hacia un foco
oscuro, una salida "sin salida". Evidentemente, no estamos
propiciando un descuido de la propia persona en pos de una falsa entrega al
prójimo. Si así fuera, estaríamos en el mismo punto nuestro en que se
encuentran los pregoneros de la solidaridad ajena; punto muerto en que se
encuentran los pregoneros de la mencionada solidaridad; punto muerto y sin rostro,
es decir puro egoísmo que siempre acaba con la propia destrucción del entramado
social e individual.
Para culminar, y en referencia a la las
condiciones de los seres de nuestro tiempo, permítasenos la mención de que la
cuestión religiosa era ella factor principal de fricción entre Freud quien se
autodenominaba como un hereje incurable, quien mantuvo con un pastor
protestante llamado Pfister una correspondencia a lo largo de tres décadas e
intercambió numerosos puntos de vista algunos de ellos eran coincidentes y
otros el más álgido y el que ocasionó toda la fricción fue el tema de la
religión. Como observamos estas antinomias irreconciliables existen y
existieron en todos los tiempos.
Intentamos hablar, pues de otra cosa. Nos proponemos
en estas líneas dejar caer los velos que obturan de modo imaginario las
condiciones de vida de nuestro tiempo y que el sujeto sea verdaderamente capaz
de conocer y despertar; y sólo lo hará en la medida en que él mismo sea
solidario y libre (llega a ser feliz)
Un modo factible de abordar estas cuestiones
suscitadas por la relación entre ser feliz y dejar caer los velos que obturan
las condiciones de vida que llevamos, es el de interrogarse, en primer lugar
por aquello que no suele ser cuestionado. No focalizar de modo alguno en los
componentes de dicha relación sino preguntarnos cómo dejar de sufrir.
Nos preguntamos ¿qué es una relación? La
respuesta más elemental al respecto indica que la relación es una conexión
entre al menos dos términos.
Y ser argentino y feliz implica sufrir menos. En
la medida en que el hombre no alimenta con sus aguas oscuras las fuentes de su
sufrimiento, su corazón y su mente se liberan de viejos fantasmas y comienza a
gozar al sentirse vivo (y argentino), viviendo una existencia autentica.
Si conseguimos reconciliarnos con lo que somos,
la fuerza expansiva de esa aceptación lanzará a cada hombre hacia sus
semejantes (no hacia sus enemigos) con afán de compromiso social verdadero y
concreto.
Vamos, pues, de manera lenta pero firme tras esos
complejos virtudes y defectos para liberarnos y aprender de ellos. En el camino
encontraremos piedras, hiedras y lirios espléndidos. Y, desde el dolor y la
oscuridad, irá emergiendo paso a paso un hombre de claro sentir: el argentino
nuevo que aceptamos, reconciliado con sus sufrimientos, hermanado con los
suyos, peregrino hacia la tierra de amor que alguna vez soñó.
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