sábado, 17 de septiembre de 2016

Las falsas creencias y el sufrimiento



I

El esfuerzo continuo y sistemático por reflexionar e intentar dar soluciones es siempre perfectible, más nunca perfecto al eterno problema del sufrimiento humano. Este problema no sólo atrae los afanes y desvelos del científico y de toda la sociedad. Ningún ser humano por el hecho de ser tal, puede permanecer indiferente frente a él -aunque sea ante su propio sufrimiento-, salvo raras excepciones en donde el sufrimiento es fuente de placer. Porque su existencia misma, como ser humano tanto individual o como ser social, aparece comprometida en sus planteamientos y en sus problemas.
Nuevamente nos preguntamos ¿Qué es el sufrimiento? ¿Por qué nos adormecemos y nos acostumbramos a convivir con él? Es un lugar común hablar del sufrimiento. ¿Pero tenemos acaso un concepto unívoco acerca del sufrimiento humano? ¿Por qué y cuáles son las múltiples definiciones acerca del proceso del sufrir? Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, la diversidad de definiciones es tan numerosa como la cantidad de conceptos psicológicos, médicos y sociológicos que del tema se ocupan. Y muchas veces ocurre que un mismo teorizador ofrece a lo largo de su recorrido diversas definiciones, conceptos distintos, de conformidad con un enfoque parcial o total que realiza, dada la amplitud del término acerca de un mismo tema estudiado a lo largo de toda una vida. Así encontramos en un mismo autor contradicciones, ampliaciones, o bien definiciones que, en un primer momento solo se enfocaban al fin que se busca luego hacen referencia únicamente al proceso que tiene el tema estudiado únicamente, en otros casos sólo estudian las consecuencias sociales o laborales. Algunas definiciones sólo consideran al sufrimiento teniendo como punto de partida al individuo y su biología; otras tienen en cuenta sólo el condicionamiento sociológico. Unas definiciones hacen referencia a la educación y a la formación recibida y a las respuestas que, ante una situación extrínseca produce un sujeto.
Al despertar como ser responsable, el hombre debe medir con exactitud sus potencialidades y las posibilidades con la que cuenta así como también sus propias limitaciones. Y estas limitaciones siempre se transformarán en un torturador que lo encarcela, lo denigra, le exige que asuma sus lados oscuros sin piedad. Así el hombre actual se siente acorralado, encerrado, sin posibilidades de evadir el sufrimiento. ¿Cómo superar o soportar esta tortura? Y, así, una vez más el hombre se siente desvalido e impotente. Simplemente quiere retornar al seno cálido y cómodo que lo deja nuevamente enquistado en una posición infantil; sin recordar que otros antes pudieron, y sin desearlo, se ve empujado al mundo que exige su hacer; y, de pronto, se encuentra con un ser desconocido, aquel que quiere ser partícipe y alfarero de su propia historia, aquel que sin pensar demasiado en los avatares del lugar y del tiempo que le tocó vivir y que no había escogido, con una existencia llena de sucesos felices y desdichados, con un temple débil y lleno de puntos oscuros; con misteriosas curvas del destino, que, como sinuosos caminos de montaña, lo dividen, lo desafían, lo desintegran, lo expone a justificar una y otra vez su valor.

II 

El hombre de nuestros días se mira y se desconoce a sí mismo, como si tuviera la conciencia disgregada, como si perteneciera a un mundo que ya no quiere darle lo que se supone que es su propio derecho, se tornó entonces en un ser incomprendido por sí mismo. Un gran desconcierto, un bebe al que privan de alimento y ya no le complacen los más mínimos caprichos. Ya no se pregunta. La certeza es absoluta. Ya no aparecen en el horizonte la duda, la pregunta por el origen, por el ideal de país, todo su horizonte fue cubierto por la niebla de la certeza. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Dónde estamos? ¿Con quiénes nos relacionamos mejor? Y sobre todo, ¿qué haremos? Ya no son preguntas, sólo el reflejo de un pasado de lucha que muchos adormecidos prefieren olvidar.

III

El hombre adormecido de nuestros días, en un momento definitivo, elevó sus ojos, y a lo lejos, distinguió   unos juguetes importados rotos ya de tanto uso, una falda regalada que ya no está de moda. Vio en esos objetos el deterioro implacable de su propia existencia. Se analizó unos momentos y concluyó que es preferible pasar los días en un estado de fiesta y aturdimiento muy lejos del espíritu y de la eterna pregunta por la esencia humana. Apabullado por tener todo lo nuevo, sitiado por el deseo de disfrutar sin pensar en la trascendencia, asediado por los placeres y los sentido, ¿cómo negarse a tanto placer? Y quiso más. No permitirá que la angustia o la necesidad de los otros le roben un solo minuto de música vacía. ¿En qué dirección ir a buscar más alimentos y ropas a la moda o pañales descartables? No quería volver a un pasado de fregonas y noches sin luz eléctrica. Ha aprendido a vivir mejor que un rey del Medioevo aún con letrina y electricidad robada, tiene televisión por cable y equipo musical. Nada lo detiene. Y viendo que al “llorar miseria” y quejarse por su suerte, otros alimentarán a su prole, y así el hombre dormido decidió recibir sin colaborar. Todo vale cuando el placer llama.
El mundo de hoy nos obliga a todos a caminar por la filosa cornisa de la incertidumbre hacia el futuro, tal vez no fue peor en otras épocas remotas. Pero el hombre dormido se propone disfrutar del paisaje, hacer que otros lo ayuden a subir a lo alto de la montaña más bella como un bebe en brazos de su madre. Alcanzada la última novedad, busca nuevos horizontes y nuevos placeres. Siempre hay una luz de una bella tienda que lo seduce de modo irresistible. Su vida es simplemente un deseo de aquello bello que otros hacen por él. Un camino simple sin preguntas ni esfuerzos y si algo no le es dado lo toma: lo roba. O a gritos declama su derecho a poseerlo.
Condenado por la idea de que merece todo lo creado, siempre intenta obtener una ración más del pastel que otros prepararon, el hombre dormido no puede detenerse, está sometido al imperativo categórico de los comunes clichés que nuestra sociedad tiene: "ser los mejores y más ricos del mundo" que lo sometió desde hace décadas y selló todo su ser, imperativo que lo impulsa a obtener de forma cualquiera todo lo que no puede comprar con esfuerzo, imperativo que lo somete a un odio que lo enfrenta con su semejante y con su propia impotencia.
El hombre es un pequeño tirano que somete desde su aparente impotencia de niño pequeño a los que apuestan por producir un país mejor.
Seducido por las fragancias y los sabores, irrumpe en llanto o en violencia para obtener ganancias y llenar su barriga de pan y los espacios vacíos de su vida con espejos de colores. Vive aferrado al sueño de omnipotencia que lo narcotiza desde hace mucho tiempo. Vive aferrado por anhelos de grandeza frustrado por ladrones foráneos y que ni él mismo comprende y, por otra parte, es incapaz de cuestionar, que lo domina y lo ciega; que lo arrastra hacia una existencia vacía y vana, y le obligan a darse razón y justificaciones a sus propios actos vandálicos y a encontrar rápidas respuestas del por qué no le va bien en la vida.
Vive en un mundo plagado de ilusiones vanas. Esta marca original lo obliga a ser servido como un señor poderoso y dueño de la tierra por el simple hecho de haber nacido en esta tierra; pero al mismo tiempo se siente desilusionado por los que se suponen deben proveer todas sus necesidades.
La vida le plantea una cosa, y su ilusión otra. Desea todo lo que ve, y da muy poco. Lucha simplemente por tener todo sin esfuerzo y no sabe que se está esforzando. Busca la abundancia sin dar nada a cambio y, sin embargo, siempre está demandando. Experimenta sensaciones de poder y euforia, como cuando gana su escuadra de fútbol y, sin embargo, siempre está insatisfecha. Pero lo único que quiere evitar es su compromiso y responsabilidad social y en ello se esmera aunque el precio a pagar sea elevado.
Su mente es, con frecuencia, una receptora de música, chismes, un aparato que sirve para comunicarse o cerrar las puerta a todo aquello que le desagrade o intente mostrar una realidad diferente de la que él creó; y no puede prescindir. Lucha por liberarse del dolor o por utilizar su condición de persona sufrida o de pobre para obtener un beneficio de ello y por ello, y, sin embrago, siempre está en tensión.
En síntesis, la maldición de las falsas creencias es su medio de subsistencia y su condena a la vez. Es verdad que la injusticia plaga este mundo lanzado sin cesar a desafíos permanentes desde el principio de los tiempos: las bestias, el mal clima, la supervivencia, las guerras, la esclavitud, la enfermedad y la pobreza. Pero, por encima de todos los placeres y de todos los esfuerzos para obtenerlos, su "quehacer en el mundo" es y será siempre un derecho, un privilegio al que sin saberlo ha renunciado. Pero aún no es tarde.
Al respecto, no faltarán quienes desde su propio dolor arguyan con liviandad: "hay que estar alerta si no te pasan por arriba". Afirmar esto, sin mayor ambición que calmar nuestra propia cobardía, no deja de ser una salida hacia un foco oscuro, una salida "sin salida". Evidentemente, no estamos propiciando un descuido de la propia persona en pos de una falsa entrega al prójimo. Si así fuera, estaríamos en el mismo punto nuestro en que se encuentran los pregoneros de la solidaridad ajena; punto muerto en que se encuentran los pregoneros de la mencionada solidaridad; punto muerto y sin rostro, es decir puro egoísmo que siempre acaba con la propia destrucción del entramado social e individual.
Para culminar, y en referencia a la las condiciones de los seres de nuestro tiempo, permítasenos la mención de que la cuestión religiosa era ella factor principal de fricción entre Freud quien se autodenominaba como un hereje incurable,  quien mantuvo con un pastor protestante llamado Pfister una correspondencia a lo largo de tres décadas e intercambió numerosos puntos de vista algunos de ellos eran coincidentes y otros el más álgido y el que ocasionó toda la fricción fue el tema de la religión. Como observamos estas antinomias irreconciliables existen y existieron en todos los tiempos.
Intentamos hablar, pues de otra cosa. Nos proponemos en estas líneas dejar caer los velos que obturan de modo imaginario las condiciones de vida de nuestro tiempo y que el sujeto sea verdaderamente capaz de conocer y despertar; y sólo lo hará en la medida en que él mismo sea solidario y libre (llega a ser feliz)
Un modo factible de abordar estas cuestiones suscitadas por la relación entre ser feliz y dejar caer los velos que obturan las condiciones de vida que llevamos, es el de interrogarse, en primer lugar por aquello que no suele ser cuestionado. No focalizar de modo alguno en los componentes de dicha relación sino preguntarnos cómo dejar de sufrir.
Nos preguntamos ¿qué es una relación? La respuesta más elemental al respecto indica que la relación es una conexión entre al menos dos términos.
Y ser argentino y feliz implica sufrir menos. En la medida en que el hombre no alimenta con sus aguas oscuras las fuentes de su sufrimiento, su corazón y su mente se liberan de viejos fantasmas y comienza a gozar al sentirse vivo (y argentino), viviendo una existencia autentica.
Si conseguimos reconciliarnos con lo que somos, la fuerza expansiva de esa aceptación lanzará a cada hombre hacia sus semejantes (no hacia sus enemigos) con afán de compromiso social verdadero y concreto.

Vamos, pues, de manera lenta pero firme tras esos complejos virtudes y defectos para liberarnos y aprender de ellos. En el camino encontraremos piedras, hiedras y lirios espléndidos. Y, desde el dolor y la oscuridad, irá emergiendo paso a paso un hombre de claro sentir: el argentino nuevo que aceptamos, reconciliado con sus sufrimientos, hermanado con los suyos, peregrino hacia la tierra de amor que alguna vez soñó.

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